Si te dijera qué es lo que le apetece ahora mismo, le llamarías loca.
Le apetece salir a ver mundo y comérselo a bocados. Le apetece conocer gente que merezca la pena conservar y que esté loca, loca de atar, y no tenga miedo a vivir.
Le apetece encontrar a la mujer que le haga perder la razón, que haga locuras por ella y le sorprenda cada día. Que tenga un fuego interno que sea imposible extinguir y caliente en invierno.
Le apetece encontrar a alguien que le pueda seguir el ritmo o seguir donde sea menester si la ocasión se diera o que esté dispuesta a moverse por lo que quiere y quien quiere.
Le dirías que está loca porque no busca medias naranjas, sino naranjas que quieran hacer zumo con ella, pero también que estén listas para dejarse la piel y exprimirse entre sus manos, hasta dejarlas exhaustas y secas de puro jugo de placer.
Supongo que le apetece volverse loca con la persona adecuada.
Lilit, confesiones de una soñadora compulsiva
viernes, 8 de abril de 2016
miércoles, 14 de enero de 2015
Sincorazón (XIV): Alberto
Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo, el octavo, el noveno, el décimo, el undécimo, el duodécimo y el decimotercero.
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Me
cago en la puta de oros. Este niño es gilipollas. Yo lo mato con mis propias
manos. No pude evitarlo. Le metí un hostión con la mano abierta que lo tiré al
suelo. Alberto me miraba desde el suelo con el terror asomando en sus ojos.
―¿Pa-pa…pá?
―Te
prohíbo que me llames así.
Decenas
de pensamientos recorrían mis neuronas: el qué coño iba a ser de mí si
encarcelaban a Alberto, cómo pudo hacer algo así, el jamacuco que le iba a dar a
su madre, el adiós a mi carrera… Entré en pánico y empecé a pasearme
compulsivamente por el salón. Luego, entró mi parte racional. No podía ir a la
cárcel. De ninguna manera. Iba de duro, pero era más tonto que el asa de un
cubo, no sobreviviría ni dos días allí dentro. Le miré. Seguí hecho un ovillo
contra el sofá. No osaba levantarse
―¿Has
hablado de esto con alguien más?
―N…
No, solo contigo.
―Bien
¿la mujer a la que… es a la que encontraron en un polígono?
―Sí…
―¿Y
el coche?
―Es
de Coque. Bueno «era». Se lo «robaron» hace unos años…—seguía sin mirarme, con
la mirada fija en el suelo—.
―Dile
a Coque que cierre la puta boca o se la coso yo. Mañana llamo a Jorge, a ver
qué cojones ha hecho su querido retoño.
Las
noticias de la mañana no me alegraron el café que tenía, precisamente. Primera
plana: nuevas averiguaciones en torno al propietario del coche donde había
aparecido la pelirroja. Decía lo que Alberto me había contado, que había sido
declarado como robado. Lo primero era llamar a la jefatura provincial de
policía, y lo segundo, a la jueza Pedralbes. Dos horas después, mucha
persuasión y muchos paseos de arriba abajo, se había levantado secreto de
sumario y el encargado de la investigación iba a «desaparecer» el coche. Me
dejé caer en el sillón, agarrotado por la tensión.
―Albertito.
―Dime
—contestó en tono apagado—.
―A
partir de ahora, esto no ha existido. No hables de esto nunca con nadie y bajo
ninguna circunstancia. Nuestra vida no ha cambiado ni un ápice. Harás vida
normal y pretenderás que puedes continuar con tu vida. Se acabó el salir de
noche con esos dos gilipollas. Jamás volverás a admitir nada remotamente
relacionado con este asunto ¿está claro?
―Sí,
papá —me contestó con sorna—.
Le
metí tal bofetón que me hice hasta daño en la mano. Marisa miraba desde la
puerta con cara de no entender nada, con las llaves y el bolso aún en la mano.
―Marisa,
vete. Mejor que no sepas nada.
Nos
miró a Alberto y a mí, uno por uno, sopesando la situación por la gravedad de
nuestro gesto, y decidió irse. Me giré de nuevo hacia Alberto.
―Es
la última vez que te lo digo, imbécil. No voy a permitir que arruines mi vida y
mi carrera.
viernes, 7 de noviembre de 2014
Sincorazón (XIII): Paloma
Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo, el octavo, el noveno, el décimo, el undécimo y el duodécimo.
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Finalmente,
acordamos una hora. Me preparé y vestí, y cuando salí del metro, Paloma me
estaba esperando con un cigarro en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
Estaba tal y como la recordaba: con el pelo corto y rizadísimo, sus pantalones
militares dos tallas más grandes, una camiseta negra de tirantes y varios
aretes de plata repartidos entre sus lóbulos y su nariz. Me dio tal abrazo que
me levantó del suelo y yo la correspondí. Seguía siendo tan adorable como
cuando nos conocimos.
Ópera
estaba a reventar, como siempre. Nunca duerme, sea la hora que sea, sea el día
que sea, siempre está repleta de vida, de personas en tránsito y sentadas en
los bancos que rodean la plaza, de personas durmiendo, bebiendo y sobreviviendo
en los soportales del teatro Real. Tampoco suele fallar algún que otro
predicador, a los que, por cierto, parece que se les atascó (de través) una
patata en la garganta y una cierta falta de respeto. A ver por qué tienen que
venir a predicar a una plaza y no predican en su iglesia…
Paloma
me sonrió con esa sonrisa amplia y sincera que le caracterizaba, antes de
empezar a tirarme del brazo para que fuéramos a San Ginés. Era una golosa
irremediable, o eso pensaba para mis adentros mientras llegábamos.
Abrimos
la puerta y nos sumergimos en su bullicio, en un ambiente de tiempos pasados. Allí
parecía que el tiempo se había estancado. Camareros moviéndose de aquí para
allá, paseando bandejas con porras y churros por doquier, y ataviados con
camisa blanca, pajarita y pantalón negro. El olor a fritanga flotaba en el
ambiente y en la barra, de mármol y con su correspondiente vitrina frigorífica,
reposaban decenas de tazas de café a la espera de ser llenadas y bebidas.
Bajamos al segundo piso por las angostas escaleras y nos sentamos en una mesa en la esquina. La
sala, desierta, era aún más pretérita con los ornamentos de madera tallada, las
mesas pequeñas de mármol blanco y los sofás verdes. Invitaba a quedarse, a
dejar ir el tiempo, alejado del «me voy, tengo prisa» y modernos decorados en
hierro y cristal, pero fríos como el hielo.
Vino
el camarero. Pedimos dos chocolates, dos churros y una porra. Se fue con
nuestro pedido y nos pusimos al día: qué era de ella, qué hacía de nuevo en
Madrid, qué era de mí… Y llegamos al tema en cuestión. Cogió el móvil, puso
música en altavoz y bajó el tono de voz considerablemente.
―Apaga
el móvil y quítale la batería.
―¿Qué…?
―Hazme
caso.
Dicho
y hecho, apagué el móvil y le saqué la batería.
―Vale,
ahora ya podemos hablar.
―¿Crees
que era necesario?
―Teniendo
en cuenta que alguien entró en tu ordenador, revisó todos tus datos para
cerciorarse de que eras tú y luego te descargó lo que ya sabemos… Creo que es
evidente que no es una filtración al azar. Es alguien que sabe lo que hace y lo
hace muy bien. No debemos correr riesgos. Te pueden geolocalizar aunque el
teléfono esté apagado. A partir de ahora, solo hablaremos en persona, y si no
es posible, por carta o por un canal privado —me limité a asentir con los ojos
como platos—.
―¿Lo
de poner música?
―Para
que no sea tan fácil saber de qué hablamos. Con el jaleo, el eco y la música,
podremos hablar sin miedo.
―Hay
una cámara de vigilancia —colocada en una esquina, parecía un ojo que saliera
del techo y abarcara trescientos sesenta grados—.
―No
te preocupes por ella. No nos alcanza a ver y hay contraluz al bajar las
escaleras, además, me he encargado de que ya no grabe más —me guiñó un ojo—.
Vino
el chocolate y las porras y los churros.
―Veo
que te has tomado en serio lo que te pedí…
―Siempre.
Y más siendo tú. Sabes que lo siento muchísimo… Nuria me parecía una tía legal.
¿Cómo estás?
―Ahora
mejor. Poco a poco, intentando volver a la rutina y acostumbrarme a que solo
estamos Julio y yo en casa. Sigo llorando mucho, pero vuelvo a ser funcional,
aunque no tenga corazón.
―¡No
digas bobadas! ¡Tienes un corazón que no te cabe en el pecho! —se levantó y me
abrazó por encima de la mesa—. Venga, anda, prueba el chocolate.
Tímidamente,
cogí uno de los churros y lo hundí en el chocolate. Se quedó de pie. Era una de
las cosas que me encantaba de ese sitio: el chocolate caliente seguía siendo
chocolate de verdad y no colacao aguado. Estaba buenísimo.
―En
fin. ¿Qué puedes contarme de… lo nuestro?
―Obra
de un profesional. Imposible rastrear la IP, usó una VPN y la red TOR. La señal
se pierde en un punto en medio del océano atlántico… La cuenta desde la que se
envió es falsa, ya no existe y la información de la misma la han borrado del
servidor. ¡Pluf! Como si no hubiera existido.
―Vamos,
que o tengo un Robin Hood o alguien que me quiere joder a base de bien…
Estupendo. ¿Qué hago? ¿Voy a la policía para que me vuelvan a decir que si voy
en calidad de periodista?
―Primero,
regula tu megáfono. Segundo, no hagas nada y menos ir a la policía. Te
confiscarán el ordenador y todo con lo que arramplen y se irá a la mierda
cualquier posibilidad de investigar. Tercero, deja que me encargue de blindar
tus comunicaciones, aunque poco puedo hacer con los registros de las compañías
telefónicas. Ah, y una cosa más, no hables de esto con nadie, si no es conmigo
¿vale?
―Vale.
Empezó
a oírse ruido de pasos en las escaleras. Paloma me miró, haciéndome entender
que esa parte de la conversación se había acabado, y apagó la música. A partir
de ahí la conversación fue por otros derroteros más agradables, como sus
múltiples currillos y sus escarceos amorosos. Entre risotadas me contó que uno
de sus ligues había sido una mujer a la que le habían encargado que le
piratearan el ordenador, y paradojas del destino, empezó por entrar en su disco
duro y acabó entrando en su corazón.
Se
nos hizo tarde al final, pero mereció la pena por los viejos tiempos.
******************************************
―Papá.
La he cagado. La he cagado mucho —tenía esa actitud de perro arrastrado que
vuelve a pedir perdón cuando ha hecho algo malo. Casi podía verle las orejas
gachas y el rabo entre las piernas—.
―¿Qué
has hecho? ¿En qué mierdas te has metido? —Vi que no respondía. Solo miraba al
suelo. Eso me asustó de verdad. Qué coño sería, que no se atrevía ni a decirlo…—
¡Alberto, hostia, dímelo!
―Se
nos fue de las manos. Estábamos de copas el Javi, el Coque y yo en un garito.
Entonces apareció esa puta, contoneándose y dándose el lote con otra para
provocarnos. Nos la llevamos del sitio para divertirnos un poco y no sé, está todo muy borroso, no sé qué pasó —se iba
empequeñeciendo a medida que hablaba, y a mí, me iba subiendo la bilis por la
garganta—.
―¡Me
cago en la hostia! ¿Le tienes localizada? ¿Cuánto pide?
―…Nunca
pensé que esa puta fuera a palmarla —su voz había perdido toda vida, todo
rastro de humanidad, tan solo un timbre gélido y átono—.
―JO-DER
—me eché las manos a la cabeza—. JODER.
lunes, 29 de septiembre de 2014
Amor
¿Prometes
amarla y cuidarla hasta que la muerte os separe?
Gruesos
lagrimones se escurrían por los surcos del ajado rostro de la mujer a la que
había amado durante toda su vida, mientras la jueza encargada del Registro
Civil pronunciaba esas palabras. Aún hoy, casi setenta años después de aquel
primer coqueteo y aquel primer beso, la seguía queriendo como a su vida.
Miró
su mano, envejecida, arrugada, llena de manchas y con los dedos deformados por
la artritis, y lo único que vio fue que seguía entrelazada con la de su amiga y
compañera, amante y pareja desde hacía tanto tiempo. Lo único que vio fue que
por fin podría decir «mi mujer» y decirlo con todas las de la ley, sin miedo y
le pesase a quien le pesase.
Su
matrimonio no era sino el testigo de toda una vida de amor a hurtadillas, de
noches de mimos y discreción con los vecinos. Era el testigo de una vida entera
en común. Era la felicidad de hacer algo que les había sido negado durante
tanto tiempo de puertas para afuera.
Había
llovido mucho desde aquellas noches en las que bordaban a la luz de las velas y
hablaban de todo y de nada. Había llovido mucho, pero el recuerdo era claro
como la mañana, vívido como pocos.
Le miró a los ojos, como tantas otras veces,
para expresarle cuantísimo le quería, antes de llevar el dorso de su mano a sus
labios y besarlo.
Miró
sus manos, viejas, ajadas y entrelazadas, y solo dijo «sí, lo prometo».
Aunque pasado
mañana fuera su último día en la Tierra, seguiría amándola y cuidándola, como
siempre había hecho.
martes, 23 de septiembre de 2014
Sincorazón (XII): Estrellas
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Tengo
la espalda hecha unos zorros. Me duele todo el cuerpo. Supongo que por la
tensión del momento, pero igual lo que corrí también tuvo algo que ver…
¡Pip,
pip! El móvil me recuerda que está sin batería, ya que ayer no lo puse a
cargar, pero francamente, con lo que tenía yo ayer en la cabeza, como para
acordarme. Me muevo cautelosamente en la cama y compruebo que los brazos me
responden, aunque un resto de un calambre surca el derecho. Cojo el móvil como
buenamente puedo y lo enchufo, antes de darme la vuelta e intentar seguir
durmiendo. Craso error. Tras lo que me parecieron diez segundos, el móvil
empezó a sonar como un descosido y tuve que emerger de las profundidades del
sueño para saber qué puñetas pasaba.
Argh. Llamada perdida de Mariam a las
8:10. Joder, esta gente no duerme mucho que digamos…
¡Mierda,
Julio estaba aún con ellos! ¡Y teníamos cita con el doctor González por la
tarde! A correr tocaba. Renuncié a volverme a dormir (no con poca resignación)
y me metí a la ducha, antes del café de medio litro que me iba a tomar. A
medida que mis músculos calentaron se fue pasando el calambre, aunque el dolor
sordo persistía, así que, junto al café, me tomé un ibuprofeno para que me
bajara la inflamación.
En
un visto y no visto, estaba allí, me (nos) habían hecho comida y estábamos
sentados en la mesa comiendo y charlando. Cuando me quise dar cuenta, ya
teníamos que irnos, si no queríamos llegar tarde.
El
doctor González nos esperaba. Era un hombre de sonrisa afable, pelo cano y
barba de aspecto mullido. Habló con Julio con mucho tacto, mientras hacían un
puzle de Mickey Mouse, aprovechando que estaba abstraído. Le preguntó sobre
Nuria, sobre si la echaba de menos, sobre si entendía lo que había pasado,
sobre si creía que podría volver a verla.
Julio
respondió con síes, dijo que mamá no estaba con ellos porque se había ido a
vigilarlos desde una estrella, y que por eso, solo podrían ir a verle dentro de
mucho tiempo, porque se tardaba mucho en llegar a las estrellas.
Me
tuve que salir de la habitación mientras intentaba sofocar mis lágrimas contra
un pañuelo. Mi ángel… Tan dócil y tan resistente.
Finalmente,
el doctor González se asomó y me hizo una seña para que pasara. Me dijo que
parecía entero, que no había signos de estrés o de trauma. Que parecía que mi
idea de poder ir a verle a las estrellas le satisfacía, aunque no fuera verdad.
A veces tienes que mentir por el bien de tus seres queridos. Odio reconocerlo. Odio
que sea verdad. Me dijo que llevaría unos años que entendiera el alcance, pero
que era normal que estuviera alicaído o triste durante unos meses, que no me
preocupase. Le pregunté por los dibujos macabros, me dijo que estuviera atenta,
pero que, de momento, solo eran exteriorizaciones de lo que había vivido. Repetía
en sus dibujos lo que había visto y sentido. Habría que vigilarlo.
Salí
de la consulta con mi monito particular y un considerable peso menos en el
corazón. Decidí llevármelo a tomar un helado al Retiro. Como en los viejos
tiempos. Julio estaba feliz de la vida contándome el puzle que habían acabado,
lo mucho que le gustaba su «profe» y el helado de fresa, y que no sabía de qué
sabor iba a querer su helado. Por unas horas, fue como si nada hubiera
ocurrido. Como si todo siguiera como antes.
Ya
en casa, después de cenar y acostar a Julio, abrí el correo. Paloma me había
contestado al mail. O al menos eso parecía entre tanto signo de exclamación… Me
daba su número de teléfono nuevo (con razón no había sabido de ella sino por
internet) y me daba autorización para llamarla fuera la hora que fuera. Día y
noche. Como Mimi… Cómo las quiero. Son parte de mi familia.
Llamé
a Mimi, le debía una conversación larga y tendida, y luego a Paloma. Le invité
a venir cuando quisiera y tomar un café o lo que se terciara. Estaba preocupada
por mí. Le conté lo que me había llegado al email y se quedó muda. Luego me
dijo que fuera a la policía inmediatamente. Igual era lo más sensato, pero
confiaba entre poco y nada en que fuera a servirme de algo. Paloma y yo quedamos
para vernos en la boca de metro de Ópera. Teníamos que hablar en persona, que ya
tocaba desde que volvió de Huesca… Al parecer tenía algo importante que
contarme respecto a mi macabra lotería. Si alguien sabía de dónde habían salido
esos archivos, esa sería ella. Era una especie de Lisbeth Salander a la
española (salvo por las idas de olla y la bisexualidad).
Entre
tanto, me dio un aperitivo: los documentos no eran falsificaciones ni
manipulaciones. Eran tal y cómo estaban en el expediente de la policía, coma
por coma.
Definitivamente,
alguien muy poderoso quería que yo tuviese esos documentos.
jueves, 14 de agosto de 2014
Sincorazón (XI): Ágora
Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo, el octavo, el noveno y el décimo.
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Al
día siguiente amaneció nublado, como en mi cabeza. Julio amaneció abrazado a mí
con la cebra Minerva agarrada por una pezuña con sus diminutos deditos. Su
calor me confortó. Estaba tan vivo, tan alegre, tan puro…
Era
muy pronto. Supuse que habría tenido una pesadilla que no había oído presa del
sueño narcótico. Tenía que pasarme a la valeriana. No podía seguir durmiendo a
base de drogas ¿y si Julio me necesitaba y yo no era capaz de despertar? Me
aterrorizaba la posibilidad, pero también lo hacía la incapacidad de dormir a
veces. Qué hacer cuando lo que te esperaba al cerrar los ojos era peor, si
cabe, que lo que había en el mundo real. Qué hacer. Le abracé con todas mis
fuerzas, pero intentando no despertarle.
Me
levanté y encendí el ordenador, preguntándome si lo que había leído ayer había
sido producto de mi imaginación, de una enajenación mental transitoria. La
pantalla decía que no me equivocaba, ahí estaba, mirándome desde la mitad del
escritorio, una carpeta que se llamaba simplemente «Nuria». Lo primero que hice
fue entrar al email y escribirle a Paloma, necesitaba hablar con ella y ver si
ella me podía decir algo de cómo habían llegado esos archivos a mí. Con un poco
de suerte, ya estaría despierta y tendría una respuesta en menos de una hora.
Por desgracia, mi email me informó de lo que ya sospechaba, que hoy tocaba
cubrir una manifestación para Ágora.
Llamé
a los abus y les pedí que le recogieran y se quedaran con Julio por lo menos
por la tarde, a lo que accedieron encantados. No era raro que se lo pidiera a
ellos, al fin y al cabo ¿quién mejor que sus abuelos para cuidarle? Eran un encanto
total. El domingo les invitaría a comer.
Día
de «mani». Día de salir a luchar por mis derechos, los de mi hijo y todos los
que vendrían después de él. Era un día como otro cualquiera en Madrid, solo un
poco más nuboso de lo habitual, lo cual vendría muy bien para no tener que
ponerle parasol a la cámara. Ágora me
enviaba a cubrir la manifestación como fotoperiodista, pero tenía libertad para
escribir una crónica si lo consideraba oportuno. Doble ocupación para mí:
manifestante y periodista, dos en uno. Ser prensa tiene sus ventajas, pero la
mayor, y por desgracia, es que tienes un cierto salvoconducto para no recibir
palos cuando cargan los antidisturbios, al menos en teoría. Aunque la verdad es
que últimamente da igual que seas prensa que no, que si hay que cobrar, cobras.
Preparo
mi «arsenal de manifestación», a saber: una botella de agua, la cámara, el
teleobjetivo, el parasol, el filtro polarizador, el chaleco reflectante de
prensa y dudo en meter el casco. Reflexiono un par de segundos antes de darme
cuenta de que sí, por desgracia, debo meter el casco. Los ánimos están más que caldeados.
Diría que la Delegación del Gobierno tiene orden de no dejar ni un mínimo de
duda en el número de palos que vas a recibir como vayas a manifestarte. Cualquiera
diría que intentan amedrentar a la gente con sus perros particulares, la policía
y los antidisturbios. Identificaciones y retención de los datos personales
aleatorias, retenciones sin motivo alguno, cacheos a quien les apetece, multas
desorbitadas a quien tiene la mala suerte de ser identificado (y ya no en la
manifestación, sino en los alrededores), palos a tutiplén en las manis, presuntos
secretas infiltrados entre los manifestantes, prácticas de dudosa legalidad en
la comisaría… Lo cual me recuerda que debo apuntarme con edding, en el brazo,
el nombre del abogado «por si las moscas». Tiene narices la cosa.
A
este tipo de prácticas es a las que damos cobertura, por eso entré en Ágora y no en cualquier otro medio
generalista. El sesgo informativo de todos los medios de comunicación
“tradicionales” es impresionante. Se nota que no quieren morder la mano que les
da de comer. Se podría decir que Ágora
y otros medios como nosotros somos «el periodismo contra viento y marea», la
contrainformación en un sistema infoxicado.
Me
decían que tenía la cabeza llena de pájaros, que de integridad no se come, pero
bueno, casi diez años después, aquí estamos. Debo de ser un pelín masoca, pero
adoro estar en el ojo del huracán. Hacer la foto perfecta que retrate esos
momentos de dignidad ciudadana, pero también retrato los momentos en que la
ciudadanía pierde la razón. Cada foto bien hecha es un orgullo para mí.
No
sé si los abus habrán llevado finalmente a Julio al cine, pero seguro que lo
están pasando bien. Cojo el metro con bastante antelación para acercarme lo más
posible a la cabecera de la mani, por si les da por cerrar las bocas de metro
aledañas «para prevenir riesgos para los manifestantes». Me da mucha rabia,
porque, eh, yo soy una malpensada y pienso que es para ponérselo difícil a la
gente, pero bueno, demos el beneficio de la duda. No ha habido suerte, el paseo
de Recoletos ya se está llenando y Banco de España, Sol y Ópera están cerrados.
Toca subir desde Atocha andando. Lo primero que me llama la atención es la
cantidad de furgonetas de la UIP (lecheras) que hay ya desplegadas. A su lado,
caminan tranquilamente cientos de personas, adolescentes y jóvenes en su
mayoría, pero también hay padres y madres con sus respectivos hijos, abuelos…
Me acuerdo de una de las veces que Nuria y yo fuimos a una manifestación con
Julio en el carrito, de una señora que le vio llorando y le dio un chupachups,
y con eso tuvo entretenimiento casi para el resto de la tarde. Qué recuerdos.
Esquivando
gente llego a donde está el cogollo de la manifestación: la madrileña plaza de
la Puerta del Sol, que aún no está muy llena, y eso me permite localizar a unos
compañeros de prensa e intercambiar los saludos de rigor. Es el momento de
ataviarse. Abro mi mochila, saco el chaleco y me lo pongo, con mi carné ya
prendido al mismo, monto la cámara y me la cuelgo al cuello, y finalmente, el
casco, el cual me abrocho dejando que cuelgue del cuello, ya que de momento no
creo que me haga falta. Una vez estamos todos dispuestos y preparados empieza
lo bueno: fotos, fotos a mogollón. Tiene pinta de que va a ser una de las
multitudinarias, hay muchísima gente. Miles de pancartas, una batucada
amenizando la protesta, cánticos ya célebres para los asistentes como «de norte
a sur, de este a oeste, la lucha sigue cueste lo que cueste», «no hay pan pa’
tanto chorizo», «menos policía, más educación»...
La
manifestación transcurre sin problemas, acompaño a varias pancartas en su
camino a Sol, entrevisto a un par de personas, cambio la batería… Todo normal.
Cuando me doy cuenta, ya ha anochecido, pero sigue quedando gente en la plaza.
Mucha gente. Sol está lleno de gente sentada en círculos, en asamblea. Haciendo
uso del espacio público. También hay una rama de la manifestación que sigue
activa y dando vueltas a la plaza, pero pacíficamente. El reloj anuncia que son
casi las diez de la noche, así como la llegada de las furgonetas de
antidisturbios. Yo estoy subida a un andamio haciendo panorámicas, y cuando les
veo bajarse, presagio que nada bueno se acerca. Por la calle Mayor están
entrando otros manifestantes, insultando a los ya presentes.
Toda
la plaza se pone en alerta. Algunos antidisturbios y yo corremos hacia el más
que previsible encontronazo, pero ellos llegan un poco antes que yo. Me impiden
acercarme y lo único que puedo hacer es respirar el clima de la masa para saber
qué va a pasar a continuación. Ambas manifestaciones se gritan consignas y la
tensión crece por momentos. Los UIP se llevan escoltada a la
contramanifestación por donde habían venido. Comienzan los insultos. Como
respuesta, empiezan a levantar por la fuerza a los manifestantes en asamblea y
a sacarlos en volandas de la plaza. Arrecian los insultos. Todo lo que oigo a
mi alrededor va de «hijo de puta» para arriba. Entonces veo una botella trazar
un arco perfecto y chocarse con el casco de un UIP.
Lo
siguiente que sé es que la masa me arrolla, desesperada por alejarse de las
porras y las pelotas de goma. Hay caos. Veo a una adolescente caer y ser levantada a porrazos. Veo a los de
emergencias llevarse a un chavalín con la cabeza chorreando sangre. Me veo a mí
misma haciendo todas las fotos que puedo, pese a que el pulso me tiembla como
si tuviera párkinson. Veo a la gente corriendo, sin orden ni control y entonces
comprendo la máxima de «cubrir las espaldas». De espaldas contra la persiana de
un comercio, no me harán sucumbir al terror tan fácilmente.
Empiezan
a disparar lo que por el ruido parecen pelotas de goma, y me doy cuenta de que
tengo que salir de ahí como sea. Oigo una salva que pasa muy cerca y entonces
corro. Corro con toda la adrenalina del miedo del animal asustado hacia la
calle Arenal y me encuentro de frente con una de esas moles de uniforme, porra
en alto y tapando la calle. Freno en seco para salir con calma, pero antes de
haber terminado de frenar, veo la porra abatirse y todo lo que puedo hacer es
darme la vuelta para que no me reviente la cara. Pese a todo lo que me
identifica como prensa, el porrazo cruza mi espalda de lado a lado, apenas
protegida por la mochila. Me quedo sin respiración por una décima de segundo,
mientras esa mole sin alma con la visera del casco tintada me mira, inmóvil.
Intento buscar sus ojos dentro de ese casco, quiero que sepa cuánto me repugna,
pero sé que lo sabe sin necesidad de que lo diga. Alguien grita de fondo
«¡Valiente! ¡Eres un valiente, pegando a la prensa! ¡Debería darte vergüenza,
machomen!» y yo solo puedo dirigirme a duras penas a la tienda del Samur para
que me vean, tengo los brazos dormidos. Me hacen un parte médico de lesiones,
pero no incluye la causa de la misma, así no puedo denunciar un abuso de poder.
Es
entonces cuando veo que todos los accesos a la plaza de la Puerta del Sol están
cortados con lecheras, nadie puede entrar ni salir. Solo con el salvoconducto
del Samur en mano consigo que me dejen salir (y a regañadientes) y creo que
gracias a que he guardado todos los avíos en la mochila y vuelvo a ser civil.
Llamo
a Mariam y le digo que hoy no voy a por Julio, que no se preocupe, pero decido
no contarle nada de lo que me acaba de pasar. No quiero preocuparla y mucho
menos a mi niño. Para cuando me metí en la cama, tenía toda la espalda morada,
pero ya había vuelto casi toda la sensibilidad.
Mañana
sería otro día.
jueves, 17 de julio de 2014
Sincorazón (X): Emails
Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo, el octavo y el noveno.
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Lo primero que mostró fue
un escaneo del informe inicial de su asesinato. Estaba redactado en el típico
estilo policial. Neutro. Aséptico. Frío como su cadáver. Su descripción era tan
ajena a mí… Nuria era mucho más que una mujer caucásica de complexión media,
metro sesenta y cinco, cabello pelirrojo presumidamente teñido y ojos marrones.
Ella era la chispa de la vida, era el motor que movía mi existencia. Era
energía pura, como el resplandor de un relámpago. Nunca quieta, siempre en
movimiento. Incansable e inagotable como un pequeño sol. Un pequeño sol que
alumbraba mi vida. Es curioso cómo de ajena me sentía leyendo ese informe. Era
como si ese informe perteneciera a alguien absolutamente remoto y desconocido.
Cuanto más leía, más
ajeno me era todo. Delante de mí tenía las circunstancias y pruebas detalladas que
se hallaron. Lugar donde se halló el hecho: Los Rosales, Móstoles, polígono
industrial del suroeste de Madrid. Motivo de la investigación inicial: llamada
a las 8:07 am de un hombre, en un visible estado de agitación, pidiendo ayuda
para una mujer en el interior de un coche que parecía inconsciente. Se le
solicitó que intentara comprobar las constantes vitales de la persona en el
interior del vehículo y permaneciera atenta a cualquier posible movimiento. Las
puertas estaban bloqueadas. Una unidad salió para allá dos minutos más tarde.
El rastreador de llamadas proporcionó la dirección exacta: Calle C, número 15.
El interlocutor no acertaba a dar un número exacto e insistía en la ayuda
médica. Un minuto después la ambulancia habló con la central y se unió a la
patrulla en camino. La ambulancia llegó veinte minutos después al lugar desde
el que se había hecho la llamada, seguida de cerca por la patrulla de policía.
La patrulla ordenó al
personal sanitario esperar mientras forzaban la puerta para abrir el vehículo,
modelo Renault Clio de color azul. Se utilizó una palanca estándar. La puerta
se abrió, dejando caer dos cajas de cartón vacías que mantenían el cuerpo
erguido. A continuación, se procedió a extraer el cuerpo del vehículo con ayuda
de los paramédicos. La víctima estaba desnuda de cintura para abajo. Presentaba
abundantes signos de violencia física y abundantes rastros de sangre seca por
todo el cuerpo, incluyendo rostro, torso y extremidades inferiores y
superiores. El cuerpo ya estaba rígido con el rigor mortis, pero atenuado por
la cálida temperatura del interior del coche. Los paramédicos taparon el
cadáver con una manta térmica y certificaron la muerte, ya que poco se podía
hacer ya. La causa de la muerte parecía ser de naturaleza violenta y parecía
estar implicada una probable agresión sexual.
La patrulla llamó a la
central a las 9:40 am, solicitando un juez y un equipo científico para que
levantaran el cadáver, tomaran muestras y se iniciara la instrucción preliminar.
Los alrededores fueron examinados en busca de un posible testigo. Una calle
vacía enfrente de una nave industrial cerrada: desierto. El único testigo era
el hombre que había realizado la llamada, al cual se le tuvieron que
suministrar sedantes por un ataque de ansiedad. La víctima no portaba ningún
documento identificativo consigo, por lo que se procedió a tomarle las huellas
como precaución antes de que el cuerpo se degradara más.
El equipo científico
llegó a la escena del crimen a las 10:10 am, junto con el juez. Se levantó acta
y se procedió a trasladar el cuerpo a la morgue para practicarle la autopsia…
El documento se
extendía dos páginas más relatando la entrada a la morgue, pero fui incapaz de
leer más. Mi cerebro no procesaba. Opté por averiguar qué otros archivos contenía
el fichero. ¡Bingo! Me había tocado una grotesca lotería: la autopsia de Nuria,
el análisis del coche, las pesquisas en torno a su identidad, el peinado de la
zona donde fue hallada, informes posteriores… Todo lo que hubiera podido desear
y más. Las lágrimas se agolparon en mis ojos, ciega de ira porque sabía que
nunca podría usar esos documentos como prueba de nada, al haber sido obtenidos
por medios ilícitos ¿pero qué culpa tenía yo de que me hubieran llovido del
cielo? ¿Me estaría alguien tendiendo una trampa? ¿Era una broma macabra de
algún hacker malnacido? ¿Cómo había
conseguido esos documentos? ¿Quién me los había enviado y por qué?
Por un momento
consideré a la inspectora Zambrano, pero lo deseché con un movimiento de
cabeza. No tenía sentido, no había mostrado ninguna voluntad de cooperación ¿y
por qué se jugaría así el pellejo por algo que ni le iba ni le venía? No,
definitivamente, no tenía ningún sentido. Con el puntero a punto de pinchar en
otro documento, inmersa en mis cavilaciones, el ordenador se apagó de golpe. Ya
no se volvió a encender. Como con mis neuronas, renuncié a encenderlas y me
metí a la cama, rogando con todo mi corazón que la inconsciencia me llevara
pronto, pues mi mente era una tempestad de ideas que se golpeaban unas a otras,
pugnando por ocupar el mejor sitio.
Acabé por recurrir al Diazepam.
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