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viernes, 15 de febrero de 2013

Lupo

Llevaba días caminando. Sus pisadas ni iban ni venían de ningún lado. Eran tan sólo una sucesión de infinitas marcas personales que serían borradas con la caída de un nuevo manto blanco. El silencio era sobrecogedor. La nieve que recubría ese inhóspito desierto de hielo actuaba como un agujero negro, absorbiendo todo sonido de vegetación o vida y redoblando la sensación de muerte.
    No perseguía un fin concreto atravesando el desierto de hielo. Era un viejo elefante que se apartaba de su mundo para abandonar el mundo de la misma manera en que entró en él: solo. Sus pies marcaban el rumbo con cansancio, esperando el momento en que uno fallara y ya no pudiera volver a levantar. Y quedara yaciendo sobre la nieve como una mancha de su inmaculada blancura.
   
    Su aliento se congelaba en sus pestañas, empeñado en hacerle abandonar el mundo tal y como a él vino: ciego, el frío rigidificaba sus articulaciones y cada vez más, el calor abandonaba su cuerpo.                     Cayó pesadamente en la nieve con un ruido sordo que nada ni nadie oyó salvo los pinos y abetos circundantes. Su cabeza reposaba en la nieve, exenta de todo dolor o cansancio físico. Esperaba imperturbable que la muerte, como buena dama que era, le diera un último abrazo amoroso antes de llevárselo acunándolo en sus brazos guadaña en ristre.

    Entonces lo vio acercarse desde su inmutabilidad. Se acercaba lentamente, con la cruz moviéndose al ritmo de sus pasos. Era el rey de aquel paraje. Con las orejas en ristre y el porte orgulloso hacía su entrada triunfal. Restos de sangre cubrían su hocico y cuello, un olor penetrante emanaba de él, tanto más intenso cuanto más cercano estaba.
    La nieve empezaba a cubrir sus piernas con una capa de hielo fina como el azúcar glaseado. Su cerebro observaba con curiosidad lo que podría ser su causa de la muerte mientras su instinto de conservación mandaba señales de alerta roja para que se pusiera en movimiento.
   Finalmente, ahí estaba. El aliento pestilente le golpeaba las fosas nasales y la cara como una racha de viento cálido y pútrido. Su mirada le estudiaba con cautela, unos ojos ambarinos que se clavaban en sus pupilas como dagas. El pelaje era pardo y grisáceo, tupido y lustroso como recién engrasado. Sus patas eran dignas de un oso y pisaban su capa con arrogancia. Su vida dependía de sus colmillos y garras y de cuanto hubiera pasado el gigantesco lobo sin catar una presa fresca, una presa con sangre aún corriendo por las venas cuando eran devoradas.
    Sintió las oleadas de aliento que exhalaba el hocico del animal mientras olfateaba su cuerpo y le invadió una sensación a medio camino entre la tranquilidad de saber que iba a morir de cualquier manera y la desazón, por no saber si llegaría a tener que sentir el desmembramiento o no. Cerró los ojos cuando sintió el aliento en el cuello. Se aproximaba su fin. Su corazón empezó a latir con violencia y todo su cuerpo se puso en tensión sin que pudiera evitarlo, aguardando lo inevitable.

    Sin embargo, su cuerpo fue lo suficientemente clemente para detener su corazón súbitamente y no dejarle apenas sentir como la bocaza del lobo, con sus imponentes colmillos, se abría y los dejaba relucir sobre la nieve antes de hundirse como agujas de hielo en su yugular. La vida se le escapó a borbotones dejando tan sólo su capa y una gigantesca mancha roja en su lugar. Vino solo a este mundo, vivió como un lobo solitario y ahora, un lobo solitario se cobraba su vida, como él se había cobrado otras tantas en el transcurrir de su vida.

Lupo era su nombre, y siempre había carecido de destino.