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viernes, 7 de noviembre de 2014

Sincorazón (XIII): Paloma

Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sextoséptimo, el octavo, el noveno, el décimo, el undécimo y el duodécimo.

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Finalmente, acordamos una hora. Me preparé y vestí, y cuando salí del metro, Paloma me estaba esperando con un cigarro en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tal y como la recordaba: con el pelo corto y rizadísimo, sus pantalones militares dos tallas más grandes, una camiseta negra de tirantes y varios aretes de plata repartidos entre sus lóbulos y su nariz. Me dio tal abrazo que me levantó del suelo y yo la correspondí. Seguía siendo tan adorable como cuando nos conocimos.

Ópera estaba a reventar, como siempre. Nunca duerme, sea la hora que sea, sea el día que sea, siempre está repleta de vida, de personas en tránsito y sentadas en los bancos que rodean la plaza, de personas durmiendo, bebiendo y sobreviviendo en los soportales del teatro Real. Tampoco suele fallar algún que otro predicador, a los que, por cierto, parece que se les atascó (de través) una patata en la garganta y una cierta falta de respeto. A ver por qué tienen que venir a predicar a una plaza y no predican en su iglesia…

Paloma me sonrió con esa sonrisa amplia y sincera que le caracterizaba, antes de empezar a tirarme del brazo para que fuéramos a San Ginés. Era una golosa irremediable, o eso pensaba para mis adentros mientras llegábamos.

Abrimos la puerta y nos sumergimos en su bullicio, en un ambiente de tiempos pasados. Allí parecía que el tiempo se había estancado. Camareros moviéndose de aquí para allá, paseando bandejas con porras y churros por doquier, y ataviados con camisa blanca, pajarita y pantalón negro. El olor a fritanga flotaba en el ambiente y en la barra, de mármol y con su correspondiente vitrina frigorífica, reposaban decenas de tazas de café a la espera de ser llenadas y bebidas. Bajamos al segundo piso por las angostas escaleras  y nos sentamos en una mesa en la esquina. La sala, desierta, era aún más pretérita con los ornamentos de madera tallada, las mesas pequeñas de mármol blanco y los sofás verdes. Invitaba a quedarse, a dejar ir el tiempo, alejado del «me voy, tengo prisa» y modernos decorados en hierro y cristal, pero fríos como el hielo.

Vino el camarero. Pedimos dos chocolates, dos churros y una porra. Se fue con nuestro pedido y nos pusimos al día: qué era de ella, qué hacía de nuevo en Madrid, qué era de mí… Y llegamos al tema en cuestión. Cogió el móvil, puso música en altavoz y bajó el tono de voz considerablemente.
―Apaga el móvil y quítale la batería.
―¿Qué…?
―Hazme caso.
Dicho y hecho, apagué el móvil y le saqué la batería.
―Vale, ahora ya podemos hablar.
―¿Crees que era necesario?
―Teniendo en cuenta que alguien entró en tu ordenador, revisó todos tus datos para cerciorarse de que eras tú y luego te descargó lo que ya sabemos… Creo que es evidente que no es una filtración al azar. Es alguien que sabe lo que hace y lo hace muy bien. No debemos correr riesgos. Te pueden geolocalizar aunque el teléfono esté apagado. A partir de ahora, solo hablaremos en persona, y si no es posible, por carta o por un canal privado —me limité a asentir con los ojos como platos—.
―¿Lo de poner música?
―Para que no sea tan fácil saber de qué hablamos. Con el jaleo, el eco y la música, podremos hablar sin miedo.
―Hay una cámara de vigilancia —colocada en una esquina, parecía un ojo que saliera del techo y abarcara trescientos sesenta grados—.
―No te preocupes por ella. No nos alcanza a ver y hay contraluz al bajar las escaleras, además, me he encargado de que ya no grabe más —me guiñó un ojo—.
Vino el chocolate y las porras y los churros.
―Veo que te has tomado en serio lo que te pedí…
―Siempre. Y más siendo tú. Sabes que lo siento muchísimo… Nuria me parecía una tía legal. ¿Cómo estás?
―Ahora mejor. Poco a poco, intentando volver a la rutina y acostumbrarme a que solo estamos Julio y yo en casa. Sigo llorando mucho, pero vuelvo a ser funcional, aunque no tenga corazón.
―¡No digas bobadas! ¡Tienes un corazón que no te cabe en el pecho! —se levantó y me abrazó por encima de la mesa—. Venga, anda, prueba el chocolate.

Tímidamente, cogí uno de los churros y lo hundí en el chocolate. Se quedó de pie. Era una de las cosas que me encantaba de ese sitio: el chocolate caliente seguía siendo chocolate de verdad y no colacao aguado. Estaba buenísimo.

―En fin. ¿Qué puedes contarme de… lo nuestro?
―Obra de un profesional. Imposible rastrear la IP, usó una VPN y la red TOR. La señal se pierde en un punto en medio del océano atlántico… La cuenta desde la que se envió es falsa, ya no existe y la información de la misma la han borrado del servidor. ¡Pluf! Como si no hubiera existido.
―Vamos, que o tengo un Robin Hood o alguien que me quiere joder a base de bien… Estupendo. ¿Qué hago? ¿Voy a la policía para que me vuelvan a decir que si voy en calidad de periodista?
―Primero, regula tu megáfono. Segundo, no hagas nada y menos ir a la policía. Te confiscarán el ordenador y todo con lo que arramplen y se irá a la mierda cualquier posibilidad de investigar. Tercero, deja que me encargue de blindar tus comunicaciones, aunque poco puedo hacer con los registros de las compañías telefónicas. Ah, y una cosa más, no hables de esto con nadie, si no es conmigo ¿vale?
―Vale.

Empezó a oírse ruido de pasos en las escaleras. Paloma me miró, haciéndome entender que esa parte de la conversación se había acabado, y apagó la música. A partir de ahí la conversación fue por otros derroteros más agradables, como sus múltiples currillos y sus escarceos amorosos. Entre risotadas me contó que uno de sus ligues había sido una mujer a la que le habían encargado que le piratearan el ordenador, y paradojas del destino, empezó por entrar en su disco duro y acabó entrando en su corazón.

Se nos hizo tarde al final, pero mereció la pena por los viejos tiempos.

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―Papá. La he cagado. La he cagado mucho —tenía esa actitud de perro arrastrado que vuelve a pedir perdón cuando ha hecho algo malo. Casi podía verle las orejas gachas y el rabo entre las piernas—.
―¿Qué has hecho? ¿En qué mierdas te has metido? —Vi que no respondía. Solo miraba al suelo. Eso me asustó de verdad. Qué coño sería, que no se atrevía ni a decirlo…— ¡Alberto, hostia, dímelo!
―Se nos fue de las manos. Estábamos de copas el Javi, el Coque y yo en un garito. Entonces apareció esa puta, contoneándose y dándose el lote con otra para provocarnos. Nos la llevamos del sitio para divertirnos un poco y no sé, está todo muy borroso, no sé qué pasó —se iba empequeñeciendo a medida que hablaba, y a mí, me iba subiendo la bilis por la garganta—.
―¡Me cago en la hostia! ¿Le tienes localizada? ¿Cuánto pide?
―…Nunca pensé que esa puta fuera a palmarla —su voz había perdido toda vida, todo rastro de humanidad, tan solo un timbre gélido y átono—.

―JO-DER —me eché las manos a la cabeza—. JODER.