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jueves, 14 de agosto de 2014

Sincorazón (XI): Ágora

Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sextoséptimo, el octavo, el noveno y el décimo.


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Al día siguiente amaneció nublado, como en mi cabeza. Julio amaneció abrazado a mí con la cebra Minerva agarrada por una pezuña con sus diminutos deditos. Su calor me confortó. Estaba tan vivo, tan alegre, tan puro…

Era muy pronto. Supuse que habría tenido una pesadilla que no había oído presa del sueño narcótico. Tenía que pasarme a la valeriana. No podía seguir durmiendo a base de drogas ¿y si Julio me necesitaba y yo no era capaz de despertar? Me aterrorizaba la posibilidad, pero también lo hacía la incapacidad de dormir a veces. Qué hacer cuando lo que te esperaba al cerrar los ojos era peor, si cabe, que lo que había en el mundo real. Qué hacer. Le abracé con todas mis fuerzas, pero intentando no despertarle.

Me levanté y encendí el ordenador, preguntándome si lo que había leído ayer había sido producto de mi imaginación, de una enajenación mental transitoria. La pantalla decía que no me equivocaba, ahí estaba, mirándome desde la mitad del escritorio, una carpeta que se llamaba simplemente «Nuria». Lo primero que hice fue entrar al email y escribirle a Paloma, necesitaba hablar con ella y ver si ella me podía decir algo de cómo habían llegado esos archivos a mí. Con un poco de suerte, ya estaría despierta y tendría una respuesta en menos de una hora. Por desgracia, mi email me informó de lo que ya sospechaba, que hoy tocaba cubrir una manifestación para Ágora.

Llamé a los abus y les pedí que le recogieran y se quedaran con Julio por lo menos por la tarde, a lo que accedieron encantados. No era raro que se lo pidiera a ellos, al fin y al cabo ¿quién mejor que sus abuelos para cuidarle? Eran un encanto total. El domingo les invitaría a comer.   

Día de «mani». Día de salir a luchar por mis derechos, los de mi hijo y todos los que vendrían después de él. Era un día como otro cualquiera en Madrid, solo un poco más nuboso de lo habitual, lo cual vendría muy bien para no tener que ponerle parasol a la cámara. Ágora me enviaba a cubrir la manifestación como fotoperiodista, pero tenía libertad para escribir una crónica si lo consideraba oportuno. Doble ocupación para mí: manifestante y periodista, dos en uno. Ser prensa tiene sus ventajas, pero la mayor, y por desgracia, es que tienes un cierto salvoconducto para no recibir palos cuando cargan los antidisturbios, al menos en teoría. Aunque la verdad es que últimamente da igual que seas prensa que no, que si hay que cobrar, cobras.
Preparo mi «arsenal de manifestación», a saber: una botella de agua, la cámara, el teleobjetivo, el parasol, el filtro polarizador, el chaleco reflectante de prensa y dudo en meter el casco. Reflexiono un par de segundos antes de darme cuenta de que sí, por desgracia, debo meter el casco. Los ánimos están más que caldeados. Diría que la Delegación del Gobierno tiene orden de no dejar ni un mínimo de duda en el número de palos que vas a recibir como vayas a manifestarte. Cualquiera diría que intentan amedrentar a la gente con sus perros particulares, la policía y los antidisturbios. Identificaciones y retención de los datos personales aleatorias, retenciones sin motivo alguno, cacheos a quien les apetece, multas desorbitadas a quien tiene la mala suerte de ser identificado (y ya no en la manifestación, sino en los alrededores), palos a tutiplén en las manis, presuntos secretas infiltrados entre los manifestantes, prácticas de dudosa legalidad en la comisaría… Lo cual me recuerda que debo apuntarme con edding, en el brazo, el nombre del abogado «por si las moscas». Tiene narices la cosa.

A este tipo de prácticas es a las que damos cobertura, por eso entré en Ágora y no en cualquier otro medio generalista. El sesgo informativo de todos los medios de comunicación “tradicionales” es impresionante. Se nota que no quieren morder la mano que les da de comer. Se podría decir que Ágora y otros medios como nosotros somos «el periodismo contra viento y marea», la contrainformación en un sistema infoxicado.
Me decían que tenía la cabeza llena de pájaros, que de integridad no se come, pero bueno, casi diez años después, aquí estamos. Debo de ser un pelín masoca, pero adoro estar en el ojo del huracán. Hacer la foto perfecta que retrate esos momentos de dignidad ciudadana, pero también retrato los momentos en que la ciudadanía pierde la razón. Cada foto bien hecha es un orgullo para mí.

No sé si los abus habrán llevado finalmente a Julio al cine, pero seguro que lo están pasando bien. Cojo el metro con bastante antelación para acercarme lo más posible a la cabecera de la mani, por si les da por cerrar las bocas de metro aledañas «para prevenir riesgos para los manifestantes». Me da mucha rabia, porque, eh, yo soy una malpensada y pienso que es para ponérselo difícil a la gente, pero bueno, demos el beneficio de la duda. No ha habido suerte, el paseo de Recoletos ya se está llenando y Banco de España, Sol y Ópera están cerrados. Toca subir desde Atocha andando. Lo primero que me llama la atención es la cantidad de furgonetas de la UIP (lecheras) que hay ya desplegadas. A su lado, caminan tranquilamente cientos de personas, adolescentes y jóvenes en su mayoría, pero también hay padres y madres con sus respectivos hijos, abuelos… Me acuerdo de una de las veces que Nuria y yo fuimos a una manifestación con Julio en el carrito, de una señora que le vio llorando y le dio un chupachups, y con eso tuvo entretenimiento casi para el resto de la tarde. Qué recuerdos.

Esquivando gente llego a donde está el cogollo de la manifestación: la madrileña plaza de la Puerta del Sol, que aún no está muy llena, y eso me permite localizar a unos compañeros de prensa e intercambiar los saludos de rigor. Es el momento de ataviarse. Abro mi mochila, saco el chaleco y me lo pongo, con mi carné ya prendido al mismo, monto la cámara y me la cuelgo al cuello, y finalmente, el casco, el cual me abrocho dejando que cuelgue del cuello, ya que de momento no creo que me haga falta. Una vez estamos todos dispuestos y preparados empieza lo bueno: fotos, fotos a mogollón. Tiene pinta de que va a ser una de las multitudinarias, hay muchísima gente. Miles de pancartas, una batucada amenizando la protesta, cánticos ya célebres para los asistentes como «de norte a sur, de este a oeste, la lucha sigue cueste lo que cueste», «no hay pan pa’ tanto chorizo», «menos policía, más educación»...

La manifestación transcurre sin problemas, acompaño a varias pancartas en su camino a Sol, entrevisto a un par de personas, cambio la batería… Todo normal. Cuando me doy cuenta, ya ha anochecido, pero sigue quedando gente en la plaza. Mucha gente. Sol está lleno de gente sentada en círculos, en asamblea. Haciendo uso del espacio público. También hay una rama de la manifestación que sigue activa y dando vueltas a la plaza, pero pacíficamente. El reloj anuncia que son casi las diez de la noche, así como la llegada de las furgonetas de antidisturbios. Yo estoy subida a un andamio haciendo panorámicas, y cuando les veo bajarse, presagio que nada bueno se acerca. Por la calle Mayor están entrando otros manifestantes, insultando a los ya presentes.

Toda la plaza se pone en alerta. Algunos antidisturbios y yo corremos hacia el más que previsible encontronazo, pero ellos llegan un poco antes que yo. Me impiden acercarme y lo único que puedo hacer es respirar el clima de la masa para saber qué va a pasar a continuación. Ambas manifestaciones se gritan consignas y la tensión crece por momentos. Los UIP se llevan escoltada a la contramanifestación por donde habían venido. Comienzan los insultos. Como respuesta, empiezan a levantar por la fuerza a los manifestantes en asamblea y a sacarlos en volandas de la plaza. Arrecian los insultos. Todo lo que oigo a mi alrededor va de «hijo de puta» para arriba. Entonces veo una botella trazar un arco perfecto y chocarse con el casco de un UIP.

Lo siguiente que sé es que la masa me arrolla, desesperada por alejarse de las porras y las pelotas de goma. Hay caos. Veo a una adolescente caer  y ser levantada a porrazos. Veo a los de emergencias llevarse a un chavalín con la cabeza chorreando sangre. Me veo a mí misma haciendo todas las fotos que puedo, pese a que el pulso me tiembla como si tuviera párkinson. Veo a la gente corriendo, sin orden ni control y entonces comprendo la máxima de «cubrir las espaldas». De espaldas contra la persiana de un comercio, no me harán sucumbir al terror tan fácilmente.

Empiezan a disparar lo que por el ruido parecen pelotas de goma, y me doy cuenta de que tengo que salir de ahí como sea. Oigo una salva que pasa muy cerca y entonces corro. Corro con toda la adrenalina del miedo del animal asustado hacia la calle Arenal y me encuentro de frente con una de esas moles de uniforme, porra en alto y tapando la calle. Freno en seco para salir con calma, pero antes de haber terminado de frenar, veo la porra abatirse y todo lo que puedo hacer es darme la vuelta para que no me reviente la cara. Pese a todo lo que me identifica como prensa, el porrazo cruza mi espalda de lado a lado, apenas protegida por la mochila. Me quedo sin respiración por una décima de segundo, mientras esa mole sin alma con la visera del casco tintada me mira, inmóvil. Intento buscar sus ojos dentro de ese casco, quiero que sepa cuánto me repugna, pero sé que lo sabe sin necesidad de que lo diga. Alguien grita de fondo «¡Valiente! ¡Eres un valiente, pegando a la prensa! ¡Debería darte vergüenza, machomen!» y yo solo puedo dirigirme a duras penas a la tienda del Samur para que me vean, tengo los brazos dormidos. Me hacen un parte médico de lesiones, pero no incluye la causa de la misma, así no puedo denunciar un abuso de poder.
Es entonces cuando veo que todos los accesos a la plaza de la Puerta del Sol están cortados con lecheras, nadie puede entrar ni salir. Solo con el salvoconducto del Samur en mano consigo que me dejen salir (y a regañadientes) y creo que gracias a que he guardado todos los avíos en la mochila y vuelvo a ser civil.

Llamo a Mariam y le digo que hoy no voy a por Julio, que no se preocupe, pero decido no contarle nada de lo que me acaba de pasar. No quiero preocuparla y mucho menos a mi niño. Para cuando me metí en la cama, tenía toda la espalda morada, pero ya había vuelto casi toda la sensibilidad.


Mañana sería otro día.