>

viernes, 15 de noviembre de 2013

Sincorazón (II): «Polvo»

Entonces, la realidad me golpeó como un mazazo. No iba a volver. No iba a estar conmigo nunca más ni criaríamos a nuestro hijo juntas. No volvería a encontrar el amor de mi vida, porque este ya había tenido lugar. Me abracé a ti una última vez, ciega de dolor y de lágrimas, tal y como estabas cuando te encontraron. Te habían limpiado la sangre seca, pero ahí acababa todo. Así debía ser. El mundo debía ser testigo del horror del odio contra un ser humano. De la muerte por el mero hecho de ser algo.
Cientos de desconocidos venían, presentaban sus respetos al salvajemente desfigurado cuerpo del amor de mi vida, con el rostro desencajado tras la primera mirada. Me ofrecían sus condolencias y me estrechaban la mano antes de retirarse discretamente. Esas personas habían ido hasta allí sólo para darme un mensaje de esperanza, de compañía, de solidaridad. Que no estaba sola, ni era la única. Que lucharían por todos los medios para que se encontrara a esos putos desgraciados y se hiciera justicia. Me hablaban de dolor y de intolerancia, de odio y de fe, de horror y de miedo, y yo sólo podía preguntarme por qué. Por qué alguien podía matar de una manera tan horrible por odiar. Cómo podía haber muerto por acostarse conmigo. Cómo. Cómo, en pleno primer mundo, se le podía arrebatar la vida a alguien solo por no ser heterosexual. Yo sólo quería que fuera feliz. Conmigo. Y ahora eso ya no iba a ser posible.
Cerraron el ataúd con un golpe seco que retumbó en los comedores de todos los televidentes que seguían la retransmisión. Horror en primer plano, tan cercano a ellos como el súper de su casa. Horror para hacerles reaccionar. Mientras, mis lágrimas seguían cayendo como un suave chirimiri.
Primer puñado de tierra: «Polvo seremos, amor mío (..sniifff..); más polvo enamorado». Segundo puñado: «Mami...». Tercer puñado: «Mamá, te amamos y no te olvidaremos». Cuarto puñado: «…».
Todo era irreal. No podía estar pasando. Sencillamente no podía. Esas flores eran demasiado brillantes, la tierra era demasiado fina para ser real, el ataúd de roble estaba rodeado de demasiadas flores. Mi amor verdadero no podía estar enterrado ahí. No era real. Intentaba caminar sin tambalearme, pero el dolor era demasiado grande para permitírmelo.  Intentaba que mis piernas, único sustento en el mundo, siguieran sustentándome, pero mis cimientos estaban comidos por el mar de mis lágrimas. Intentaba tenerme en pie.
Hasta que desaparecí.

Si no has leído el capítulo anterior: click para leer el primer capítulo.

Sincorazón (I)

Todo estaba lleno de flores. Recuerdo ese día como si fuera ayer. Nunca dejará de ser ayer para mí… hasta que ya no lo sea, quizá. Las lápidas reposaban en silenciosas hileras junto a chopos y cipreses que rompían el tremebundo silencio con el rumor de sus hojas. Había cientos de personas allí congregadas. No conocía a casi nadie, pero todos lloraban de manera más o menos disimulada. Éramos personas con el corazón encogido, con el alma sobrecogida del mal que yace en el ser humano. Había múltiples coronas de flores que rodeaban la fosa y el ataúd que esperaba a ser enterrado, a ser sepultado en el acogedor semiolvido.
Despedían a una mujer fuerte, que jamás puso una queja fuera de sitio; trabajadora, ya que nunca le faltó comida en la mesa a su niño; valiente, pues vivió de acuerdo a lo que era y no lo que se esperaba; amada, pues encontró a su alma gemela… y odiada por ser cómo era.
Una mujer lloraba desconsoladamente, sus hipidos rompían el silencio como el cristal y era el centro de todas las miradas, junto con un niño pequeño que aferraba su peluche con una mano y con la otra a su madre, haciendo pucheros al ataúd y a la gente que le rodeaba. Demasiado pequeño e ingenuo para conocer el alcance de todo aquello.
Nunca se lo perdonaría. Sabía que nunca se perdonaría el haber salido con vida y ella no. Cuando aquellos tres tipos empezaron a decir obscenidades y a manosearlas el trasero, no pensó que llegarían tan lejos. Repetiría en bucle en su cabeza esos segundos cruciales de angustia. Esos segundos en los que intentaron repeler sus manos como tentáculos, dispuestas a ablandar a los pulpos. Esos segundos en los que propinó un par de golpes, y luego el mundo se volvió negro. Volvió para no volver a verle nunca más.
Le encontraron dos días después amordazada en el maletero de un coche robado. La habían maniatado, violado y sometido a quién sabe qué vejaciones. Hasta que su cuerpo dijo basta, y la abandonaron para que muriera. Poco pudo hacer la policía o los paramédicos. Esos hijos de mala madre le habían arrancado la vida a ella y a su niño. Y le habían arrancado el corazón de cuajo. Ya no tenía corazón, pues iba en ese ataúd casi todo. El único pedacito restante pertenecía a esa personita que le aferraba la mano con sus deditos minúsculos. El pedacito que amaría hasta el fin de sus días.

¡Y sólo por ser quién era! Por encontrar a las personas equivocadas en el momento equivocado. Por no haber podido defenderla... Era tanto dolor, tanta impotencia, tanta rabia, tanto amor, tantísimo amor… Me estaba partiendo en dos.
¡¡¡PUTO MUNDO ABERRANTE, ELLA NO TE HIZO NADA, DEBISTE LLEvarme a mí…!!! ¡Debiste llevarme a mí! ¡debiste llevarme a mí, maldita sea!. Las palabras salían de mí en un torrente imparable de ira ciega y dolor. ¡MIERDA PUTA! ¡JODER! ¡SON ESOS MALNACIDOS LOS QUE DEBERÍAN ESTAR BAJO TIERRA Y NO TÚ!... ¿Por qué?... ¿¡por qué…!?.  Las lágrimas no me dejaban ver la cara de terror del niño que me aferraba, ni las manos que me sujetaban para que no me cayera al suelo. No podía con eso. No, no, no, no. ¿Cómo no iba a volver a verla nunca? Tenía un niño que cuidar, no me podía dejar sola, volvería en cualquier momento, seguro.