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miércoles, 14 de enero de 2015

Sincorazón (XIV): Alberto

Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sextoséptimo, el octavo, el noveno, el décimo, el undécimo, el duodécimo y el decimotercero.

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Me cago en la puta de oros. Este niño es gilipollas. Yo lo mato con mis propias manos. No pude evitarlo. Le metí un hostión con la mano abierta que lo tiré al suelo. Alberto me miraba desde el suelo con el terror asomando en sus ojos.
―¿Pa-pa…pá?
―Te prohíbo que me llames así.

Decenas de pensamientos recorrían mis neuronas: el qué coño iba a ser de mí si encarcelaban a Alberto, cómo pudo hacer algo así, el jamacuco que le iba a dar a su madre, el adiós a mi carrera… Entré en pánico y empecé a pasearme compulsivamente por el salón. Luego, entró mi parte racional. No podía ir a la cárcel. De ninguna manera. Iba de duro, pero era más tonto que el asa de un cubo, no sobreviviría ni dos días allí dentro. Le miré. Seguí hecho un ovillo contra el sofá. No osaba levantarse
―¿Has hablado de esto con alguien más?
―N… No, solo contigo.
―Bien ¿la mujer a la que… es a la que encontraron en un polígono?
―Sí…
―¿Y el coche?
―Es de Coque. Bueno «era». Se lo «robaron» hace unos años…—seguía sin mirarme, con la mirada fija en el suelo—.
―Dile a Coque que cierre la puta boca o se la coso yo. Mañana llamo a Jorge, a ver qué cojones ha hecho su querido retoño.

Las noticias de la mañana no me alegraron el café que tenía, precisamente. Primera plana: nuevas averiguaciones en torno al propietario del coche donde había aparecido la pelirroja. Decía lo que Alberto me había contado, que había sido declarado como robado. Lo primero era llamar a la jefatura provincial de policía, y lo segundo, a la jueza Pedralbes. Dos horas después, mucha persuasión y muchos paseos de arriba abajo, se había levantado secreto de sumario y el encargado de la investigación iba a «desaparecer» el coche. Me dejé caer en el sillón, agarrotado por la tensión.
―Albertito.
―Dime —contestó en tono apagado—.
―A partir de ahora, esto no ha existido. No hables de esto nunca con nadie y bajo ninguna circunstancia. Nuestra vida no ha cambiado ni un ápice. Harás vida normal y pretenderás que puedes continuar con tu vida. Se acabó el salir de noche con esos dos gilipollas. Jamás volverás a admitir nada remotamente relacionado con este asunto ¿está claro?
―Sí, papá —me contestó con sorna—.

Le metí tal bofetón que me hice hasta daño en la mano. Marisa miraba desde la puerta con cara de no entender nada, con las llaves y el bolso aún en la mano.
―Marisa, vete. Mejor que no sepas nada.

Nos miró a Alberto y a mí, uno por uno, sopesando la situación por la gravedad de nuestro gesto, y decidió irse. Me giré de nuevo hacia Alberto.

―Es la última vez que te lo digo, imbécil. No voy a permitir que arruines mi vida y mi carrera.