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sábado, 29 de marzo de 2014

Sincorazón (VII): Pérdida

Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto.



Los “abus” ya han levantado el vuelo, y estamos, como ellos dicen «cada mochuelo en su olivo». Pobres. Su única hija… y la han sobrevivido. No son pocas las veces que me he puesto en su lugar, pero si hay algo que tengo claro es que, si lo que en vida merma te concede la gracia eterna, ellos lo tienen más que asegurado. Me admiran, me admiran de verdad. No sé cómo consiguen ser tan buenos. Son de esas personas buenas a las que les pasan demasiadas cosas malas... Me muero solo de pensar en enterrar a Julio, me come la angustia y las ganas de llorar, mi niño, mi cielo, mi terroncito de azúcar. Dios, me angustia tanto la idea de perderle, de perderlos a todos y quedarme sola en este mundo, que me ahoga la inmensidad del sentimiento, ni aunque aún estuviera Nuria a mi lado dejaría de tener ese sentimiento si Julio desapareciera. Imborrable. Injusto. Intolerable.

El otro día, me vino a la cabeza este tema, e inconscientemente estuve buscando una palabra para describir a la madre o al padre que ha perdido a su hijo. No la encontré. No fui capaz de hallarla. Tenemos palabras para nombrar todo tipo de horrores y pérdidas: huérfanos, viudas, viudos, mutilación, ablación, sometimiento… Pero no tenemos una palabra que describa este horror. No tenemos una palabra que alcance a abarcar ese sentimiento de pérdida más allá de la propia palabra «pérdida». Creo que es porque no hay concepto más horrible, más frío, más atemorizante que ese. Cuando una tiene hijos, espera que estos la entierren a ella. En ningún momento pasa por su cabeza que esa situación puede ser a la inversa. No tenemos una palabra para describir esa falta porque si no se la nombra, quizás nunca acuda, al no ser llamada. Irónicas supersticiones del lenguaje. Sin embargo, la muy maldita se sigue presentando cuando uno menos se lo espera. Pobres, Aleix y Mariam. 

Están tan preocupados por Julio como yo lo estoy, y dudaban un poco de si irse o no, pero es mejor para todos así. Son un cielo, pero necesito, necesitamos nuestro espacio. Habituarme a vivir con Julio y habituarme a ser «familia monoparental». Hacerme a la idea de que el ir los fines de semana al Retiro y dar de comer a los patos y a las carpas mutantes, a la Casa de Campo o al colindante zoo, o a pasear por la ribera del Manzanares va a ser cosa mía, igual que hacer fotos, guardar recuerdos, de todos los primeros pasos y todas las primeras veces del pequeño. No puedo evitar pensar ¿Nuria, dónde estás? Y una suave lágrima se desliza hasta mi barbilla, antes de precipitarse al suelo como un meteorito. 

Me seco las lágrimas y los mocos con el clínex arrugado que acaba por estar siempre en un bolsillo y voy a la habitación de Julio. Necesito darle un abrazo. Está sentado en el suelo jugando con su «cocinita», preparando en su mente vete tú a saber que “exótico” guiso. Qué guapo es. Cómo se parece a Nuria en algunos gestos, se nota que lleva en los genes su sensibilidad, su delicadeza. Tiene los mismos ojos marrón miel que su madre, la misma forma de la nariz, la misma manera de sonreír no solo con la boca. Me sonríe al verme y se levanta para llevarme de la mano a «mi sitio en la mesa». Me siento a su lado en la alfombra, junto a la cebra, Minerva, y sepulto el clínex en los bolsillos de mi pantalón.

―Mami, mami. Mira que té tan rico te he preparado —me dice mientras me tiende una taza de plástico verde botella—.
―Mmmmm. Está delicioso —le digo tras llevarme la taza a los labios— ¿de qué es? Nunca había probado uno igual.
―Es de naranja y menta —me dice con una sonrisa de oreja a oreja, y sonrío para mis adentros pensando en lo malo que estaría ese sabor en realidad—.
―Parece que no dejan de salir nuevos tés ¿eh? ¡Menudo ingeniero de cocina estás hecho!
—Mi «seño» dice que seré un buen cocinero.
Le cogí en brazos y le senté en mi regazo para poderle abrazar.
―Ya veremos, ya veremos… —Apoyé mi cabeza en su hombro y le di un beso en la mejilla. Olía al champú y a ese olor genérico que tienen todos los niños pequeños. Se revolvió como una lagartija y le estrujé un poco más—.
―¡Jo, mamá!
―Vale, vale. Ya te dejo, no te enfades ¿Te apetece que leamos un cuento antes de ir a dormir?
―¿Podemos ver los dibujos un rato? Es que… Es que… Es que eso lo hacía mamá.
Me quedé paralizada en el sitio. Congelada. Muerta. Eso había dolido. Mucho. Boqueando como un pez fuera del agua, luchaba por darle una respuesta.
―Pero mamá también sabe leer, Julio, además ¿estarás sin tu cuento favorito hasta que seas grande grandote y puedas leerlo tú?
Me miraba con aire dubitativo, chupándose el meñique.
―Nnnnnnnno…
―¿Y todos esos cuentos tan chulis que vimos en la librería, incluso esos que olían? ¿Te imaginas que hueles uno de los que huele a caca y yo no te he podido avisar? —su gesto se torció en una medio sonrisa—, además ¡con lo que me gusta a mí que leamos! ¿No me vas a dejar que te lea antes de dormir?
―Claro que sí, mami. Es que echo de menos a mamá.
―Y yo, hijo, y yo. Pero ya sabes que ella está siempre contigo, acompañándote. Y que te quiere mucho, muchísimo ¿verdad?
―Sí…
―Pues eso es lo que importa. A mí siempre me vas a tener, para leer, para bañarnos, ver los dibujos ¡y hacerte pedorretas en la barrigota esa que tienes! —le levanté la camiseta, dejando ver su ombliguillo al descubierto, y le empecé a hacer cosquillas. Me encantaba oírle reír a carcajadas—.
Le dejé en la alfombra con cuidado y cogí a la cebra Minerva.
―Dice que tiene sueño. ¿Tú qué opinas, le acostamos ya?
―¡Vale! —me respondió—. Y muy ufano, la cogió de una pezuña y se la llevó a la cama, la tumbó y la arropó.
―¡Pero bueno! Se siente solita, la pobre ¿por qué no te acuestas con ella y así le haces compañía?
Todas las noches, igual. Vaya peleas con el dormir y no dormir nos traíamos con el muy diablo… Me lo llevé a lavar los dientes, nos los lavamos bien, nos pusimos el pijama y le llevé a su camita casi en brazos de lo dormido que iba.
―Buenas noches, Julio. Que sueñes con los angelitos.
No hubo contestación, ya estaba profundamente dormido. Le arropé, le encendí el Mickey Mouse y salí de la habitación con cuidado.