Hoy toca recoger a Julio del colegio y afrontar todo
lo que ello conlleva. Los “abus” están empacando sus cosas, es hora de volver a
casa, de normalizar todo lo posible esta inmensa anomalía. Toca ducharse,
vestirse, preparar la merienda, recoger la cocina, lavarse los dientes, echarse
algo de perfume y andando. Cojo el metro casi con inseguridad, miro y remiro la
dirección del andén por el miedo a equivocarme y llegar tarde. El tren emerge
del túnel como una aparición, trepidando de una manera ensordecedora, y un
centenar de viajeros nos agolpamos a las puertas mientras esperamos para
entrar. La mujer que está esperando delante de mí lleva una capucha con pelo
sintético y hace que me pique la nariz. Un hombre ha salido y me ha guiñado un
ojo. El o la de detrás no hace otra cosa que teclear en el móvil, puedo oírlo
como un cliqueteo constante. Hay demasiada gente dentro y fuera del vagón para
mi gusto, demasiado ruido para la silenciosa soledad que se ha instalado en mi
interior.
Al
fin llego al colegio, a esas puertas rojas abiertas de par en par que bullen
del tránsito de ajetreados padres, ajetreadas madres, abrumados abuelos y
abuelas y niños de todas las edades. Me adentro en el patio del colegio, feo
como él solo, y me dirijo a la zona reservada a los alumnos de educación
infantil, en donde diviso a Julio pintando muy afanosamente junto a una niña.
La maestra se adelanta a recibirme con gesto circunspecto y celeridad.
―Hola, Blanca ¡cuánto tiempo!
―Sí, bueno… Las cosas están siendo bastante duras…
―me miraba penetrantemente con un asomo de pena―, ya sabes…
―Te doy mi más sentido pésame ―me puso una mano en
el hombro para reforzar sus palabras―, si necesitas algo para ti o para Julio,
sabes que puedes acudir a mí o al claustro de profesores. Aún estamos
conmocionados con la noticia.
—Je ―era inevitable que una sonrisa irónica asomase
a mis labios― pues si tú estás conmocionada…
—¡Perdóname! He sido una bruta, no debería haber
dicho eso ―plegó las manos en su barbilla, en el gesto de súplica más antiguo
del mundo―, de verdad que lo siento.
Vi como su gesto se ablandaba con preocupación
genuina, y todo lo que salió de mis labios fue un lacónico «la vida sigue». Sus
labios se fruncieron un instante fugaz antes de que continuara la charla.
―Tienes buen aspecto.
―Mejor que el que tenía el día del entierro, sin
duda —¿qué pretendía hacer, humor negro?—, pero gracias. Al menos ya no parezco
un zombi.
―(…) Supongo que es bueno saberlo… Quería hablarte
de Julio, si tienes un momento.
―Claro, dime.
―Verás… —empezó a retorcer la cuerda del collar que
llevaba— He estado observando a Julio desde que… desde aquello, y últimamente
apenas juega con los otros niños, solo dibuja y dibuja junto a Anabel.
―¿Deduzco que Anabel es la niña de rizos negros de
su lado?
―Sí, esa es. El caso es que todos sus dibujos son,
por así decirlo, “peculiares”.
―No hace falta que des rodeos, Lumi.
―Mejor te los enseño.
Sacó una carpetita de la mochilita que llevaba y me
la tendió, un poco vacilante. Abrí la carpeta y les eché un largo vistazo a los
dibujos. Estaba muerta de miedo de lo que fuera a encontrarme, y con los
dibujos delante… tenía motivos para ello. Al principio parecían paisajes con
sus arbolitos de copa redonda, su sol sonriente que ocupaba media página, la
casa triangular sin ventanas, pero con chimenea… Y luego veías los «bonus»:
rectángulos con un monigote dentro, un montón de escamas de dragón en fondo
verde que resultaban ser lápidas, monigotes llorando desde una nube y un largo
etcétera. Se me debió ir descomponiendo el gesto de tal manera que me quitó la
carpeta de las manos y la cerró con un gesto suave.
―Joder, joder, joder… ¿cómo no me habéis llamado o
algo antes?
―Blanca, no lo sabíamos. A simple vista no es fácil saber, y menos cuando son tan pequeños.
―Blanca, no lo sabíamos. A simple vista no es fácil saber, y menos cuando son tan pequeños.
―¿Qué puedo hacer, Lumi? ¿Busco un psicólogo? ¿Hablo
con el del colegio? —notaba la angustia subir por mi garganta—.
―Lo primero, relájate. ¿Has hablado con él de esto?
De la muerte, quiero decir.
―Bastantes veces… todas y cada una de las veces que
me ha preguntado por su madre.
―Vamos observarle un poco más de tiempo, creo que
está interiorizándolo a través de los dibujos, y quizá en un par de semanas
haya conseguido asimilar la idea de la muerte. No es tan malo como parece en
los dibujos ¿vale? Tranquila.
―Espero de todo corazón que tengas razón —la angustia
comenzaba a bajar de mi atenazada garganta—. Gracias. Gracias por estar
pendiente de mi hijo.
―Es mi trabajo,
Blanca. No tienes nada que agradecer.
―Claro que te lo tengo que agradecer. Eres un cielo.
Se le veía mucho más relajada, como un cielo
cubierto de nubes que se abre y deja pasar el sol. Ya no estábamos tensas, y se
notaba. El claro de nubes se volvió a oscurecer cuando frunció el ceño viendo
algo que estaba a mi espalda.
―Perdona, Blanca, pero te tengo que dejar. ¡Julio,
mira quién está aquí!
Vi a ese pedacito de ternura levantar la cabeza del
papel, mirarme e iluminársele la cara. Se levantó corriendo, le dijo adiós a su
compi de dibujo, que siguió enfrascada con sus pinturas, y se me acercó corriendo
con el dibujo ondeando con esa descoordinación tan adorable que le
caracterizaba. Se lanzó a mis piernas, me dio un gran “abrazo”, mejor dicho, a
mis piernas, y luego se me enganchó de la mano.
―Vamos, Julio. Dile hasta mañana a Lumi.
―Adiós, seño.
―Hasta mañana —le dijo con una gran sonrisa—.
―Supongo que mañana nos vemos, gracias por todo otra
vez.
En este punto de la conversación estaba más
preocupada de lo que ocurría a mis espaldas que en lo que yo decía… A saber qué
estaría viendo ¿un niño haciendo una travesura? Me giré, Julio le dijo adiós
agitando su manita, y nos encaminamos a la salida. Lo único que vi fue a una
pareja que me miró con cara entre despectiva y de pocos amigos. Un mal día lo
tiene cualquiera, pero no sé yo si eso es para preocuparse tanto, pero en fin. Julio, mientras tanto, empezó a parlotear sobre su día y sus «seños».
Al final, el trago no había sido tan duro como yo pensaba que iba a ser,
gracias al cielo.
Qué duro. Perder a una madre o un padre tan pronto siempre me ha parecido algo bastante duro y difícil por no decir imposible de superar.
ResponderEliminarSupongo que dependerá de la persona y las circunstancias personales. No lo sé, la verdad.
EliminarUn saludote y gracias por pasarte :)