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lunes, 29 de septiembre de 2014

Amor

¿Prometes amarla y cuidarla hasta que la muerte os separe?




Gruesos lagrimones se escurrían por los surcos del ajado rostro de la mujer a la que había amado durante toda su vida, mientras la jueza encargada del Registro Civil pronunciaba esas palabras. Aún hoy, casi setenta años después de aquel primer coqueteo y aquel primer beso, la seguía queriendo como a su vida.

Miró su mano, envejecida, arrugada, llena de manchas y con los dedos deformados por la artritis, y lo único que vio fue que seguía entrelazada con la de su amiga y compañera, amante y pareja desde hacía tanto tiempo. Lo único que vio fue que por fin podría decir «mi mujer» y decirlo con todas las de la ley, sin miedo y le pesase a quien le pesase.

Su matrimonio no era sino el testigo de toda una vida de amor a hurtadillas, de noches de mimos y discreción con los vecinos. Era el testigo de una vida entera en común. Era la felicidad de hacer algo que les había sido negado durante tanto tiempo de puertas para afuera.

Había llovido mucho desde aquellas noches en las que bordaban a la luz de las velas y hablaban de todo y de nada. Había llovido mucho, pero el recuerdo era claro como la mañana, vívido como pocos. 

Le miró a los ojos, como tantas otras veces, para expresarle cuantísimo le quería, antes de llevar el dorso de su mano a sus labios y besarlo.


Miró sus manos, viejas, ajadas y entrelazadas, y solo dijo «sí, lo prometo». 

Aunque pasado mañana fuera su último día en la Tierra, seguiría amándola y cuidándola, como siempre había hecho.

martes, 23 de septiembre de 2014

Sincorazón (XII): Estrellas


Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sextoséptimo, el octavo, el noveno, el décimo y el undécimo.

                              
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Tengo la espalda hecha unos zorros. Me duele todo el cuerpo. Supongo que por la tensión del momento, pero igual lo que corrí también tuvo algo que ver…

¡Pip, pip! El móvil me recuerda que está sin batería, ya que ayer no lo puse a cargar, pero francamente, con lo que tenía yo ayer en la cabeza, como para acordarme. Me muevo cautelosamente en la cama y compruebo que los brazos me responden, aunque un resto de un calambre surca el derecho. Cojo el móvil como buenamente puedo y lo enchufo, antes de darme la vuelta e intentar seguir durmiendo. Craso error. Tras lo que me parecieron diez segundos, el móvil empezó a sonar como un descosido y tuve que emerger de las profundidades del sueño para saber qué puñetas pasaba. 

Argh. Llamada perdida de Mariam a las 8:10. Joder, esta gente no duerme mucho que digamos…
¡Mierda, Julio estaba aún con ellos! ¡Y teníamos cita con el doctor González por la tarde! A correr tocaba. Renuncié a volverme a dormir (no con poca resignación) y me metí a la ducha, antes del café de medio litro que me iba a tomar. A medida que mis músculos calentaron se fue pasando el calambre, aunque el dolor sordo persistía, así que, junto al café, me tomé un ibuprofeno para que me bajara la inflamación.

En un visto y no visto, estaba allí, me (nos) habían hecho comida y estábamos sentados en la mesa comiendo y charlando. Cuando me quise dar cuenta, ya teníamos que irnos, si no queríamos llegar tarde.

El doctor González nos esperaba. Era un hombre de sonrisa afable, pelo cano y barba de aspecto mullido. Habló con Julio con mucho tacto, mientras hacían un puzle de Mickey Mouse, aprovechando que estaba abstraído. Le preguntó sobre Nuria, sobre si la echaba de menos, sobre si entendía lo que había pasado, sobre si creía que podría volver a verla.
Julio respondió con síes, dijo que mamá no estaba con ellos porque se había ido a vigilarlos desde una estrella, y que por eso, solo podrían ir a verle dentro de mucho tiempo, porque se tardaba mucho en llegar a las estrellas.
Me tuve que salir de la habitación mientras intentaba sofocar mis lágrimas contra un pañuelo. Mi ángel… Tan dócil y tan resistente.

Finalmente, el doctor González se asomó y me hizo una seña para que pasara. Me dijo que parecía entero, que no había signos de estrés o de trauma. Que parecía que mi idea de poder ir a verle a las estrellas le satisfacía, aunque no fuera verdad. A veces tienes que mentir por el bien de tus seres queridos. Odio reconocerlo. Odio que sea verdad. Me dijo que llevaría unos años que entendiera el alcance, pero que era normal que estuviera alicaído o triste durante unos meses, que no me preocupase. Le pregunté por los dibujos macabros, me dijo que estuviera atenta, pero que, de momento, solo eran exteriorizaciones de lo que había vivido. Repetía en sus dibujos lo que había visto y sentido. Habría que vigilarlo.

Salí de la consulta con mi monito particular y un considerable peso menos en el corazón. Decidí llevármelo a tomar un helado al Retiro. Como en los viejos tiempos. Julio estaba feliz de la vida contándome el puzle que habían acabado, lo mucho que le gustaba su «profe» y el helado de fresa, y que no sabía de qué sabor iba a querer su helado. Por unas horas, fue como si nada hubiera ocurrido. Como si todo siguiera como antes.

Ya en casa, después de cenar y acostar a Julio, abrí el correo. Paloma me había contestado al mail. O al menos eso parecía entre tanto signo de exclamación… Me daba su número de teléfono nuevo (con razón no había sabido de ella sino por internet) y me daba autorización para llamarla fuera la hora que fuera. Día y noche. Como Mimi… Cómo las quiero. Son parte de mi familia.

Llamé a Mimi, le debía una conversación larga y tendida, y luego a Paloma. Le invité a venir cuando quisiera y tomar un café o lo que se terciara. Estaba preocupada por mí. Le conté lo que me había llegado al email y se quedó muda. Luego me dijo que fuera a la policía inmediatamente. Igual era lo más sensato, pero confiaba entre poco y nada en que fuera a servirme de algo. Paloma y yo quedamos para vernos en la boca de metro de Ópera. Teníamos que hablar en persona, que ya tocaba desde que volvió de Huesca… Al parecer tenía algo importante que contarme respecto a mi macabra lotería. Si alguien sabía de dónde habían salido esos archivos, esa sería ella. Era una especie de Lisbeth Salander a la española (salvo por las idas de olla y la bisexualidad).

Entre tanto, me dio un aperitivo: los documentos no eran falsificaciones ni manipulaciones. Eran tal y cómo estaban en el expediente de la policía, coma por coma.


Definitivamente, alguien muy poderoso quería que yo tuviese esos documentos.