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Finalmente,
acordamos una hora. Me preparé y vestí, y cuando salí del metro, Paloma me
estaba esperando con un cigarro en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
Estaba tal y como la recordaba: con el pelo corto y rizadísimo, sus pantalones
militares dos tallas más grandes, una camiseta negra de tirantes y varios
aretes de plata repartidos entre sus lóbulos y su nariz. Me dio tal abrazo que
me levantó del suelo y yo la correspondí. Seguía siendo tan adorable como
cuando nos conocimos.
Ópera
estaba a reventar, como siempre. Nunca duerme, sea la hora que sea, sea el día
que sea, siempre está repleta de vida, de personas en tránsito y sentadas en
los bancos que rodean la plaza, de personas durmiendo, bebiendo y sobreviviendo
en los soportales del teatro Real. Tampoco suele fallar algún que otro
predicador, a los que, por cierto, parece que se les atascó (de través) una
patata en la garganta y una cierta falta de respeto. A ver por qué tienen que
venir a predicar a una plaza y no predican en su iglesia…
Paloma
me sonrió con esa sonrisa amplia y sincera que le caracterizaba, antes de
empezar a tirarme del brazo para que fuéramos a San Ginés. Era una golosa
irremediable, o eso pensaba para mis adentros mientras llegábamos.
Abrimos
la puerta y nos sumergimos en su bullicio, en un ambiente de tiempos pasados. Allí
parecía que el tiempo se había estancado. Camareros moviéndose de aquí para
allá, paseando bandejas con porras y churros por doquier, y ataviados con
camisa blanca, pajarita y pantalón negro. El olor a fritanga flotaba en el
ambiente y en la barra, de mármol y con su correspondiente vitrina frigorífica,
reposaban decenas de tazas de café a la espera de ser llenadas y bebidas.
Bajamos al segundo piso por las angostas escaleras y nos sentamos en una mesa en la esquina. La
sala, desierta, era aún más pretérita con los ornamentos de madera tallada, las
mesas pequeñas de mármol blanco y los sofás verdes. Invitaba a quedarse, a
dejar ir el tiempo, alejado del «me voy, tengo prisa» y modernos decorados en
hierro y cristal, pero fríos como el hielo.
Vino
el camarero. Pedimos dos chocolates, dos churros y una porra. Se fue con
nuestro pedido y nos pusimos al día: qué era de ella, qué hacía de nuevo en
Madrid, qué era de mí… Y llegamos al tema en cuestión. Cogió el móvil, puso
música en altavoz y bajó el tono de voz considerablemente.
―Apaga
el móvil y quítale la batería.
―¿Qué…?
―Hazme
caso.
Dicho
y hecho, apagué el móvil y le saqué la batería.
―Vale,
ahora ya podemos hablar.
―¿Crees
que era necesario?
―Teniendo
en cuenta que alguien entró en tu ordenador, revisó todos tus datos para
cerciorarse de que eras tú y luego te descargó lo que ya sabemos… Creo que es
evidente que no es una filtración al azar. Es alguien que sabe lo que hace y lo
hace muy bien. No debemos correr riesgos. Te pueden geolocalizar aunque el
teléfono esté apagado. A partir de ahora, solo hablaremos en persona, y si no
es posible, por carta o por un canal privado —me limité a asentir con los ojos
como platos—.
―¿Lo
de poner música?
―Para
que no sea tan fácil saber de qué hablamos. Con el jaleo, el eco y la música,
podremos hablar sin miedo.
―Hay
una cámara de vigilancia —colocada en una esquina, parecía un ojo que saliera
del techo y abarcara trescientos sesenta grados—.
―No
te preocupes por ella. No nos alcanza a ver y hay contraluz al bajar las
escaleras, además, me he encargado de que ya no grabe más —me guiñó un ojo—.
Vino
el chocolate y las porras y los churros.
―Veo
que te has tomado en serio lo que te pedí…
―Siempre.
Y más siendo tú. Sabes que lo siento muchísimo… Nuria me parecía una tía legal.
¿Cómo estás?
―Ahora
mejor. Poco a poco, intentando volver a la rutina y acostumbrarme a que solo
estamos Julio y yo en casa. Sigo llorando mucho, pero vuelvo a ser funcional,
aunque no tenga corazón.
―¡No
digas bobadas! ¡Tienes un corazón que no te cabe en el pecho! —se levantó y me
abrazó por encima de la mesa—. Venga, anda, prueba el chocolate.
Tímidamente,
cogí uno de los churros y lo hundí en el chocolate. Se quedó de pie. Era una de
las cosas que me encantaba de ese sitio: el chocolate caliente seguía siendo
chocolate de verdad y no colacao aguado. Estaba buenísimo.
―En
fin. ¿Qué puedes contarme de… lo nuestro?
―Obra
de un profesional. Imposible rastrear la IP, usó una VPN y la red TOR. La señal
se pierde en un punto en medio del océano atlántico… La cuenta desde la que se
envió es falsa, ya no existe y la información de la misma la han borrado del
servidor. ¡Pluf! Como si no hubiera existido.
―Vamos,
que o tengo un Robin Hood o alguien que me quiere joder a base de bien…
Estupendo. ¿Qué hago? ¿Voy a la policía para que me vuelvan a decir que si voy
en calidad de periodista?
―Primero,
regula tu megáfono. Segundo, no hagas nada y menos ir a la policía. Te
confiscarán el ordenador y todo con lo que arramplen y se irá a la mierda
cualquier posibilidad de investigar. Tercero, deja que me encargue de blindar
tus comunicaciones, aunque poco puedo hacer con los registros de las compañías
telefónicas. Ah, y una cosa más, no hables de esto con nadie, si no es conmigo
¿vale?
―Vale.
Empezó
a oírse ruido de pasos en las escaleras. Paloma me miró, haciéndome entender
que esa parte de la conversación se había acabado, y apagó la música. A partir
de ahí la conversación fue por otros derroteros más agradables, como sus
múltiples currillos y sus escarceos amorosos. Entre risotadas me contó que uno
de sus ligues había sido una mujer a la que le habían encargado que le
piratearan el ordenador, y paradojas del destino, empezó por entrar en su disco
duro y acabó entrando en su corazón.
Se
nos hizo tarde al final, pero mereció la pena por los viejos tiempos.
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―Papá.
La he cagado. La he cagado mucho —tenía esa actitud de perro arrastrado que
vuelve a pedir perdón cuando ha hecho algo malo. Casi podía verle las orejas
gachas y el rabo entre las piernas—.
―¿Qué
has hecho? ¿En qué mierdas te has metido? —Vi que no respondía. Solo miraba al
suelo. Eso me asustó de verdad. Qué coño sería, que no se atrevía ni a decirlo…—
¡Alberto, hostia, dímelo!
―Se
nos fue de las manos. Estábamos de copas el Javi, el Coque y yo en un garito.
Entonces apareció esa puta, contoneándose y dándose el lote con otra para
provocarnos. Nos la llevamos del sitio para divertirnos un poco y no sé, está todo muy borroso, no sé qué pasó —se iba
empequeñeciendo a medida que hablaba, y a mí, me iba subiendo la bilis por la
garganta—.
―¡Me
cago en la hostia! ¿Le tienes localizada? ¿Cuánto pide?
―…Nunca
pensé que esa puta fuera a palmarla —su voz había perdido toda vida, todo
rastro de humanidad, tan solo un timbre gélido y átono—.
―JO-DER
—me eché las manos a la cabeza—. JODER.
Qué gentuza hay por ahí. Esta historia me tienen enganchadísima
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