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La luz del sol me
despierta con sus primeros rayos. Llevo casi toda la noche sin pegar ojo, no
puedo dormir con este comecome. No puedo. Me sobra cama por todos los lados. Me
sobran almohadas, me sobra colchón, me sobran lágrimas y me faltas tú. Aún sigo
buscando tus abrazos en sueños, tu mano, tu torso, tu calor, tu amor… Y
despierto para ver que en ese sueño te tenía y en la realidad no. Que te me has
escapado como un jirón de sueño sin apenas darme cuenta.
Aparto el edredón de
una patada y me pongo en pie. Ya me he cansado de esperar noticias de la
policía, como dicen aquello de si Mahoma no va a la montaña… pues la montaña va
a ir ellos. Abro el grifo de la ducha y voy a ver a Julio, que aún está dormido
como un angelito. Le doy un beso, pero sin despertarle, y me meto a la ducha.
Salgo, me seco, me echo
crema hidratante, desodorante y me visto. Le despierto, doy de desayunar a
Julio, desayuno yo, nos lavamos los dientes y nos ponemos en marcha. Cogemos el
metro hasta el colegio, con el pequeñajo dormitando en mis brazos y le «paso el
relevo» a Lumi rápidamente, aprovechando que aún está medio adormilado y no se
me va a quejar mucho. Intercambiamos los saludos de rigor, pero con una gran
sonrisa. Una sincera y no forzada. Tiene ese don, incluso sin darte cuenta, te
transmite alegría.
Le doy un último beso
en la mejilla mientras me mira con ojos legañosos y salgo del patio del
colegio. Mira tú por dónde, está justo entrando Anabel, la amiga de Julio, de
la mano de su padre. Noto claramente cómo aparta ligeramente a su hija de mí
con un afán protector que no comprendo. Le sonrío educadamente (que por
educación no sea) y me voy. Al cabo de un rato, se me olvidará, pero no puedo
evitar preguntarme qué le habré hecho yo a ese hombre para que piense que voy a
herir a su niña… Sacudo la cabeza para dispersar las cernientes nubes y admiro,
sin más, el radiante sol que me baña.
Lo abandono cuando
entro al metro, esta vez para dirigirme a la comisaría. Se han acabado las
zarandajas. Esta vez, Mahoma va a la montaña. Bajo las escaleras a pata ya que
las mecánicas, para no variar, «están en reparación». Franqueo los tornos,
esquivo un cubo (uno de los tantos) de las goteras y llego al andén. Miro el
panel con los minutos que faltan para que venga el metro: y veo que me quedan
siete minutos de espera. A las 8:30 de la mañana. Es de coña. Me siento en uno
de los bancos, saco el móvil y comienzo a escribir uno de los artículos que
publicaré esta semana. Me froto los ojos y miro la hora: son las 8:41 ¿y el
metro? O ya debería haber venido o se ha caído en el agujero de gusano al que
van a parar esos minutos mágicos que el panel no contabiliza (misteriosamente,
eso sí). 8:43, por fin llega el metro, estruendoso como el solo y frenando con
un chirrido que te taladra el alma. Hago el trayecto de pie (como cabía
esperar, dado el inmenso número de trenes que circulan) y llego al transbordo
maldito, al que detesto por ser más largo que un día sin pan. Cruzo los túneles
hasta llegar a mi andén, y tengo suerte, el metro acaba de entrar en la
estación. Me subo, con la inmensa dicha de que detrás de mí se sube un
acordeonista que tiene más acordeón que virtud tocándolo, de manera que llegar
a mi destino es hasta un alivio.
Salgo del metro y me
encamino a la comisaría. En la puerta hay una colección de gente (policías
incluidos) fumando. Traspaso la humareda y me recibe un bofetón de olor a
humanidad, a calor y a café rancio. Hay bastante silencio, salvo por las dos o
tres personas, dicharacheras por naturaleza, que están conversando con el de al
lado y los pitidos de los letreros electrónicos anunciando el turno. Cojo un
ticket y me resigno a esperar. Lo cierto es que no sé muy bien qué se supone
que tengo que hacer. Nunca había tenido que personarme en una comisaría para
más cosas que los trámites oficiales y una denuncia una vez. Me siento en los
comodísimos asientos de plástico ocre y me resigno a esperar. Los turnos se van
sucediendo con una calma pasmosa, deslizándose por las horas muertas mientras
no deja de entrar y salir gente.
Hasta que al fin suena
el deseado ¡bipuuu! Por fin me toca, el A654, y me encamino a la ventanilla.
Detrás del cristal, un hombre de mediana edad con cuatro pelos, gafas con
cordel al cuello, infinita desidia e infinito desprecio por el tiempo de los
demás.
―¿Sí?
―Hola, buenas. Venía a
solicitar información relativa a una persona, es para…
―Espere un momento.
Cogió el vaso de cartón
vacío a la vera del ordenador, se levantó y desapareció por detrás de la
taquilla, sin darme tiempo a decir esta boca es mía. ¿A por qué se habrá ido?
¿Un bocata de mortadela, un cortado, un cigarro…? Difícil saberlo, desde luego.
Y yo me quedé con cara de lela, sin saber qué hacer. Decido volver a sentarme. Cuando
al fin lo veo aparecer por el cristal de nuevo (con un café humeante en la
mano) me levanto y vuelvo a ponerme al ataque en la ventanilla. Esta vez decido
empezar yo la conversación, no vaya a ser que le dé por irse de nuevo.
―Hola, buenos días. Me
llamo Blanca Fournier Requejo, quisiera hablar con quien pueda facilitarme
información sobre el estado de la investigación del asesinato de mi mujer,
Nuria Suances Romero.
―¿Su mujer? —repitió
con gesto interrogante, fingiendo no haberme entendido—.
―Sí, mi mujer: Nuria
Suances Romero —decidí repetir el nombre, no fuera a ser que el mensaje no
hubiera calado y obviara consultar lo más importante de todo—.
―Hmmm. Espere un
momento —se puso las gafas con gesto distraído y comenzó a teclear en el
ordenador— ¿por qué solicita usted esta información? Y añadió a modo de
explicación: necesito rellenar un formulario.
―Porque han pasado más
de dos meses desde que se me dijo que «se pondrían en contacto conmigo para
informarme de algún avance en las pesquisas o futuros requerimientos» y el
teléfono no ha sonado ni una sola vez. Aquí fue donde presenté la denuncia, así
que espero que me pueda ayudar.
Tras unos cuantos
minutos tecleando con toda la calma y delicadeza del mundo, como si el tiempo
no pasara mientras él tecleaba y le daba sorbos a su café de máquina, se dignó
a responderme «Hmmm. Comprendo… Permítame que vaya a buscar al inspector que se
encarga del caso». Cualquiera diría que trabaja sirviendo al público… Unos
minutos después volvió, esta vez por fuera de la ventanilla y me dirigió a una
puerta metálica muy pesada (apuesto a que blindada). En el interior parecía
hallarse el corazón de las dependencias policiales. Policías, algunos de
uniforme y otros de civil, hablando sin parar con las personas sentadas al otro
lado del escritorio, tecleando en un ordenador y yendo y viniendo de una
estantería con unas cajas y unos archivadores hechos casi a la medida de
Gulliver.
Una mujer vestida de
civil me hizo una seña desde su sitio, vacío, y me encaminé hacia ella. Alta,
corpulenta, de treinta y algunos y pelo negro azabache. Me recibió con gesto
cordial y me invitó a sentarme, a lo que procedí.
―¿Blanca Fournier Requejo,
verdad?
―Sí, soy yo.
―Soy la inspectora Zambrano,
encantada.
Se le veía mujer de
pocas palabras y menos rodeos, así que, enseguida fue al grano.
―Me han comentado que
querías saber el estado de la investigación de un caso.
―Sí, el del asesinato
de Nuria Suances Romero. Me gustaría tener una copia de los informes policiales
y que se me pusiera al corriente de la investigación.
―¿Cómo que «ponerla al
corriente»?
―Hace más de dos meses
que sucedieron los hechos —dije con un tono frío e impersonal, intentando
disfrazar mi ira y mis sentimientos— ¿es que aún no se ha avanzado nada?
―Las pruebas
practicadas en el coche no han devuelto ningún resultado concluyente —lo que
equivalía a hablar sin decir nada—, era un coche robado y el número de bastidor
estaba borrado. No le puedo facilitar más información. Cuando sea posible, se
le informará.
―¿Y a qué están
esperando? ¿A que les lluevan las pruebas que necesitan? —la rabia gorgoteaba
en mi garganta y me serené antes de continuar—. Por favor, déjenme echarle un
vistazo a los informes.
―Comprendo su
situación, pero me temo que eso no va a ser posible.
―¿Debido a qué?
―¿Está aquí en calidad
de mujer dolida o de periodista?
―¿PERDONE?
―No es usted
precisamente desconocida, ni ha hecho por serlo: periodista, bloguera,
convocatoria mediática en el entierro…
—pensé que se me iban a salir los ojos de las órbitas en ese momento, o
a estallarme la cabeza de indignación, al más puro estilo de los dibujos
animados—. Acto seguido, con mucha delicadeza, abrió la boca y me dijo «He
hecho los deberes a su respecto».
Me levanté en tromba, a
punto de entrar en combustión espontánea y de llorar, todo al mismo tiempo. Me
despedí apresuradamente, con el único deseo de salir corriendo de allí para no
gritarle cuatro verdades a esa arpía que jugaba a conocerme. Pero una vez fuera
de la puerta blindada me pudo la impotencia. Empecé a sollozar como una niña
pequeña, a temblar como una hoja con cada sollozo. Me temblaban las manos más
que si tuviera párkinson. Necesitaba un cigarro. A la mierda la abstinencia. Ya
lo volvería a dejar.
Salí a la puerta de la
comisaría y me topé con un oficial de bruces, me cogió del brazo con delicadeza
y me dejó a un lado de la puerta mientras le decía a otro oficial «eh, compi,
échale un ojo a la señora». El compi era un armario empotrado de hombre, rubio
ceniza y con perilla. Me miró con una mezcla de curiosidad y simpatía y me
preguntó cómo estaba.
―Algo mejor, gracias,
pero definitivamente me vendría más que bien un cigarro.
―Vaya, un mal hábito,
por lo que veo —dijo mientras me alargaba el paquete—.
Cogí uno, cerré la
cajetilla y me lo puse en los labios.
―Uno de tantos… —se
empezó a girar hacia su compañero— perdone ¿tiene fuego?
―Tutéeme, señora, que ya
no estoy de servicio.
―Vale. Muchas gracias
por el cigarro. No me llame señora, que no soy tan mayor (¿tan mayor se me
veía?) —no sé por qué fui tan borde. El compi miró con curiosidad en nuestra
dirección y a él se le endureció el gesto—.
―Perdona si te he
ofendido, no lo pretendía. Y no hay nada que agradecer —dijo con tono
cortante—, pero espero que no sea igual de amable siempre ¿eh? solo intentaba
ser cortés.
Noté como la ironía
amarga afloraba por momentos en mi garganta, hasta rebosar en mi respuesta.
—No, perdona. Solo
acaban de destrozar toda posibilidad de investigar la muerte de mi mujer ¡pero
como solo era una bollera, qué más da que esté muerta…! —Su compi me miró de
hito en hito y él me miró con cara de circunstancias—, en fin. Que gracias por
el cigarro.
―Ehhhm…
Sin darle tiempo a que
me diera una respuesta a ese exabrupto, me di la vuelta y me fui de vuelta a la
boca de metro.