Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo, el octavo, el noveno, el décimo, el undécimo, el duodécimo y el decimotercero.
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Me
cago en la puta de oros. Este niño es gilipollas. Yo lo mato con mis propias
manos. No pude evitarlo. Le metí un hostión con la mano abierta que lo tiré al
suelo. Alberto me miraba desde el suelo con el terror asomando en sus ojos.
―¿Pa-pa…pá?
―Te
prohíbo que me llames así.
Decenas
de pensamientos recorrían mis neuronas: el qué coño iba a ser de mí si
encarcelaban a Alberto, cómo pudo hacer algo así, el jamacuco que le iba a dar a
su madre, el adiós a mi carrera… Entré en pánico y empecé a pasearme
compulsivamente por el salón. Luego, entró mi parte racional. No podía ir a la
cárcel. De ninguna manera. Iba de duro, pero era más tonto que el asa de un
cubo, no sobreviviría ni dos días allí dentro. Le miré. Seguí hecho un ovillo
contra el sofá. No osaba levantarse
―¿Has
hablado de esto con alguien más?
―N…
No, solo contigo.
―Bien
¿la mujer a la que… es a la que encontraron en un polígono?
―Sí…
―¿Y
el coche?
―Es
de Coque. Bueno «era». Se lo «robaron» hace unos años…—seguía sin mirarme, con
la mirada fija en el suelo—.
―Dile
a Coque que cierre la puta boca o se la coso yo. Mañana llamo a Jorge, a ver
qué cojones ha hecho su querido retoño.
Las
noticias de la mañana no me alegraron el café que tenía, precisamente. Primera
plana: nuevas averiguaciones en torno al propietario del coche donde había
aparecido la pelirroja. Decía lo que Alberto me había contado, que había sido
declarado como robado. Lo primero era llamar a la jefatura provincial de
policía, y lo segundo, a la jueza Pedralbes. Dos horas después, mucha
persuasión y muchos paseos de arriba abajo, se había levantado secreto de
sumario y el encargado de la investigación iba a «desaparecer» el coche. Me
dejé caer en el sillón, agarrotado por la tensión.
―Albertito.
―Dime
—contestó en tono apagado—.
―A
partir de ahora, esto no ha existido. No hables de esto nunca con nadie y bajo
ninguna circunstancia. Nuestra vida no ha cambiado ni un ápice. Harás vida
normal y pretenderás que puedes continuar con tu vida. Se acabó el salir de
noche con esos dos gilipollas. Jamás volverás a admitir nada remotamente
relacionado con este asunto ¿está claro?
―Sí,
papá —me contestó con sorna—.
Le
metí tal bofetón que me hice hasta daño en la mano. Marisa miraba desde la
puerta con cara de no entender nada, con las llaves y el bolso aún en la mano.
―Marisa,
vete. Mejor que no sepas nada.
Nos
miró a Alberto y a mí, uno por uno, sopesando la situación por la gravedad de
nuestro gesto, y decidió irse. Me giré de nuevo hacia Alberto.
―Es
la última vez que te lo digo, imbécil. No voy a permitir que arruines mi vida y
mi carrera.