Madrid,
Madrid, Madrid. Te dejo para quizá no volver.
Eres una amante exigente, un lugar en donde la vida es casi un milagro, sin apenas recursos naturales que la propiciaran. Eres una amante rebosante de vida y energía. Múltiples personas deambulan por tu superficie y tus kilométricas y motorizadas entrañas, pero muy pocas llegan a tu corazón. Personas que llegan y se van todos los días. Que van y vuelven a una determinada parte de tu anatomía, a veces, todos los días; a veces, tres días a la semana; a veces, una sola vez en el mes, el año o el trienio. Personas que se han visto crecer entre paseos a La mallorquina, visitas a los jardines de Sabatini, domingueos en el templo de Debod y noches de alcohol y desenfreno en los bajos de Argüelles, Malasaña, Hortaleza… Personas que han visto la libertad de amar y la valentía de los que se atrevieron a hacerlo en Chueca en primer lugar y luego en el resto de la capital.
Madrid,
Madrid, Madrid, eres capital en todo y centro de los pecados capitales también.
Eres capital del pecado de la lujuria, pecado que me hace insaciable devota de
ti y tus calles, de ti y tu mezcolanza de aromas, idiomas, culturas y personas.
Insaciable devota de tus calles bullentes de vida que no duermen nunca, de tus noches
en blanco y de tus noches de música a tope hasta que retumba el cerebro.
Insaciable devota de tus calles abarrotadas de mesas, sillas, cervezas, tapas,
turistas y autóctonos que las pueblan zumbando y parloteando al ritmo que
permite la gran ciudad.
Capital del pecado de la gula, me convierte en una insaciable devota del sabor de Madrid con mayúsculas: el café con leche del bar de siempre servido por el camarero de toda la vida; prototipo de camarero de camisa blanca, pantalón negro y algún que otro kilo de más. De los bocatas de calamares de la Plaza Mayor. De los churros con chocolate a horas más que intempestivas en San Ginés. De las napolitanas de chocolate de La mallorquina. De las aceitunas que te sirven de aperitivo. Del pincho de tortilla que, ocasionalmente, acompaña el café de media mañana. De las raciones de chopitos y de croquetas.
Capital del pecado del orgullo, pues sus calles son en donde conocí la libertad de ser y ellas despertaron dicho sentir en mí.
Capital
del pecado de la envidia, pues mucho se envidian sus habitantes entre sí, mucho
envidian al mundo y muchos habitantes del mundo envidian a la ciudad.
Capital
del pecado de la pereza, pues el duro estío trae este pecado aparejado con
cuarenta grados a la sombra y el asfalto semiderretido adhiriéndose a tus
suelas.
Capital
del pecado de la ira, pues lo que algunos gobernantes hacen contigo, Madrid
querido, clama al cielo. Capital del pecado de la ira también por ser objeto de
las iras de nuestros compatriotas, al ser capital administrativa del Reino de
España y sus desmanes económicos…
Y
por último, capital del pecado de la soberbia, pues te yergues soberbia como
todo buen españolito. Sin apenas nada, pero creyendo tenerlo casi todo.