Los “abus” ya han
levantado el vuelo, y estamos, como ellos dicen «cada mochuelo en su olivo».
Pobres. Su única hija… y la han sobrevivido. No son pocas las veces que me he
puesto en su lugar, pero si hay algo que tengo claro es que, si lo que en vida
merma te concede la gracia eterna, ellos lo tienen más que asegurado. Me
admiran, me admiran de verdad. No sé cómo consiguen ser tan buenos. Son de esas
personas buenas a las que les pasan demasiadas cosas malas... Me muero solo de
pensar en enterrar a Julio, me come la angustia y las ganas de llorar, mi niño,
mi cielo, mi terroncito de azúcar. Dios, me angustia tanto la idea de perderle,
de perderlos a todos y quedarme sola en este mundo, que me ahoga la inmensidad
del sentimiento, ni aunque aún estuviera Nuria a mi lado dejaría de tener ese
sentimiento si Julio desapareciera. Imborrable. Injusto. Intolerable.
El
otro día, me vino a la cabeza este tema, e inconscientemente estuve buscando
una palabra para describir a la madre o al padre que ha perdido a su hijo. No
la encontré. No fui capaz de hallarla. Tenemos palabras para nombrar todo tipo
de horrores y pérdidas: huérfanos, viudas, viudos, mutilación, ablación,
sometimiento… Pero no tenemos una palabra que describa este horror. No tenemos
una palabra que alcance a abarcar ese sentimiento de pérdida más allá de la
propia palabra «pérdida». Creo que es porque no hay concepto más horrible, más
frío, más atemorizante que ese. Cuando una tiene hijos, espera que estos la
entierren a ella. En ningún momento pasa por su cabeza que esa situación puede
ser a la inversa. No tenemos una palabra para describir esa falta porque si no
se la nombra, quizás nunca acuda, al no ser llamada. Irónicas supersticiones
del lenguaje. Sin embargo, la muy maldita se sigue presentando cuando uno menos
se lo espera. Pobres, Aleix y Mariam.
Están
tan preocupados por Julio como yo lo estoy, y dudaban un poco de si irse o no,
pero es mejor para todos así. Son un cielo, pero necesito, necesitamos nuestro
espacio. Habituarme a vivir con Julio y habituarme a ser «familia
monoparental». Hacerme a la idea de que el ir los fines de semana al Retiro y
dar de comer a los patos y a las carpas mutantes, a la Casa de Campo o al
colindante zoo, o a pasear por la ribera del Manzanares va a ser cosa mía,
igual que hacer fotos, guardar recuerdos, de todos los primeros pasos y todas
las primeras veces del pequeño. No puedo evitar pensar ¿Nuria, dónde estás? Y una
suave lágrima se desliza hasta mi barbilla, antes de precipitarse al suelo como
un meteorito.
Me
seco las lágrimas y los mocos con el clínex arrugado que acaba por estar
siempre en un bolsillo y voy a la habitación de Julio. Necesito darle un
abrazo. Está sentado en el suelo jugando con su «cocinita», preparando en
su mente vete tú a saber que “exótico” guiso. Qué guapo es. Cómo se parece a
Nuria en algunos gestos, se nota que lleva en los genes su sensibilidad, su
delicadeza. Tiene los mismos ojos marrón miel que su madre, la misma forma de
la nariz, la misma manera de sonreír no solo con la boca. Me sonríe al verme y
se levanta para llevarme de la mano a «mi sitio en la mesa». Me siento a su
lado en la alfombra, junto a la cebra, Minerva, y sepulto el clínex en los bolsillos
de mi pantalón.
―Mami, mami. Mira que
té tan rico te he preparado —me dice mientras me tiende una taza de plástico
verde botella—.
―Mmmmm. Está delicioso —le
digo tras llevarme la taza a los labios— ¿de qué es? Nunca había probado uno
igual.
―Es de naranja y menta —me
dice con una sonrisa de oreja a oreja, y sonrío para mis adentros pensando en lo
malo que estaría ese sabor en realidad—.
―Parece que no
dejan de salir nuevos tés ¿eh? ¡Menudo ingeniero de cocina estás hecho!
—Mi «seño» dice que seré
un buen cocinero.
Le cogí en brazos y le
senté en mi regazo para poderle abrazar.
―Ya veremos, ya veremos…
—Apoyé mi cabeza en su hombro y le di un beso en la mejilla. Olía al champú y a
ese olor genérico que tienen todos los niños pequeños. Se revolvió como una
lagartija y le estrujé un poco más—.
―¡Jo, mamá!
―Vale, vale. Ya te
dejo, no te enfades ¿Te apetece que leamos un cuento antes de ir a dormir?
―¿Podemos ver los
dibujos un rato? Es que… Es que… Es que eso lo hacía mamá.
Me quedé paralizada en
el sitio. Congelada. Muerta. Eso había dolido. Mucho. Boqueando como un pez
fuera del agua, luchaba por darle una respuesta.
―Pero mamá también sabe
leer, Julio, además ¿estarás sin tu cuento favorito hasta que seas grande
grandote y puedas leerlo tú?
Me miraba con aire
dubitativo, chupándose el meñique.
―Nnnnnnnno…
―¿Y todos esos cuentos
tan chulis que vimos en la librería, incluso esos que olían? ¿Te imaginas que
hueles uno de los que huele a caca y yo no te he podido avisar? —su gesto se
torció en una medio sonrisa—, además ¡con lo que me gusta a mí que leamos! ¿No
me vas a dejar que te lea antes de dormir?
―Claro que sí, mami. Es
que echo de menos a mamá.
―Y yo, hijo, y yo. Pero ya sabes que ella
está siempre contigo, acompañándote. Y que te quiere mucho, muchísimo ¿verdad?
―Sí…
―Pues eso es lo que
importa. A mí siempre me vas a tener, para leer, para bañarnos, ver los dibujos
¡y hacerte pedorretas en la barrigota esa que tienes! —le levanté la camiseta,
dejando ver su ombliguillo al descubierto, y le empecé a hacer cosquillas. Me
encantaba oírle reír a carcajadas—.
Le dejé en la alfombra
con cuidado y cogí a la cebra Minerva.
―Dice que tiene sueño.
¿Tú qué opinas, le acostamos ya?
―¡Vale! —me respondió—.
Y muy ufano, la cogió de una pezuña y se la llevó a la cama, la tumbó y la
arropó.
―¡Pero bueno! Se siente
solita, la pobre ¿por qué no te acuestas con ella y así le haces compañía?
Todas las noches,
igual. Vaya peleas con el dormir y no dormir nos traíamos con el muy diablo… Me
lo llevé a lavar los dientes, nos los lavamos bien, nos pusimos el pijama y le
llevé a su camita casi en brazos de lo dormido que iba.
―Buenas noches, Julio.
Que sueñes con los angelitos.
No hubo contestación,
ya estaba profundamente dormido. Le arropé, le encendí el Mickey Mouse y salí
de la habitación con cuidado.