Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo y el octavo.
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Me dirigí al metro sin
apenas ser consciente de a dónde estaba yendo. Necesitaba pensar, recomponerme
y pensar mi siguiente paso. Pensé en ir al parque del Retiro, en sentarme en
medio de unos árboles donde nadie fuera a encontrarme, ni siquiera mi presente,
y pudiera estar en el silencio más completo. Tan grande que se puede oír si te
paras a escucharlo. Pero hay algo extrañamente reconfortante e increíblemente
opresivo en el silencio más absoluto. No podía irme al silencio, el silencio
como forma de vida ya había calado mucho en interior, igual que el agua se
filtra, dejando humedad para siempre.
Me limité a llegar a la
línea circular. La estación estaba en obras, con el suelo de cemento al
descubierto, en el que alguien, con un macabro sentido del humor, había
dibujado una peculiar rayuela con espray blanco. Una rayuela que no parecía
solo una rayuela. En la casilla de la base habían escrito «terrae» (tierra), en la cual tenías que poner los dos pies antes de
empezar a saltar y a jugar propiamente dicho. Las restantes casillas, con sus
respectivos números, alternando entre saltos a la pata coja y con las dos
piernas, se sucedían, acercándose cada vez más a las vías. Sin embargo, no había
un «caelum» (cielo) en el que posar
los pies. Las casillas se precipitaban en las vías del metro, dejando la
ubicación del cielo a la imaginación ¿acaso acababa la rayuela en el cielo porque
lo había pintado un suicida? ¿Acaso acababa en el propio metro como símbolo de
cielo? No saberlo me llenó de desazón. Quizás esa rayuela nunca tendría un fin
claro, como la vida misma.
Llegó el metro y me
senté en un vagón repleto de gente. Era el lugar perfecto para pensar. Nunca
solo, siempre acompañado, a un paso y un lugar de paso. Observar a las personas
que entran y salen en un segundo plano de tu cerebro mientras este bulle con
tus pensamientos. Observar intentando extraer de ellos, de alguna manera, la
sabiduría o el conocimiento que sientes que te falta. Como cuando en medio de
un examen en el instituto mirabas al techo en busca de una inspiración que te
cayera del cielo.
¿De dónde iban a sacar las
pruebas? ¿Cómo es que no había ninguna prueba? ¿Por qué no podía ver unos
informes que me correspondían por derecho? ¡Éramos familia, joder! ¡Qué menos
que informarme de la investigación…! Tengo derecho a conocer esa información.
Soy su mujer, no solo una simple periodista. Mi matrimonio debería servir para
algo más que para hacer la declaración de la renta juntas, maldita sea.
Por desgracia, mi
profesión me ha enseñado que, por lo general, las casualidades no suelen
existir, menos aún en el caso de los periodistas que no son de los llamados «medios
tradicionales». Los fósiles del sector detentan (que no ostentan) los hilos del
poder, pero como todo, no hay mal que cien años dure. Un día, lo viejo moriría
y daría paso a la sangre nueva, pero entre tanto, solo había un cisma entre
periodistas y un vacío teórico en cómo enfocar el nuevo periodismo que nacía.
Sacudí la cabeza y volví en mí para ver la cara de curiosidad del hombre de
enfrente de mí, divertido de verme en trance, mirando al frente y al mismo
tiempo no viendo nada. Sabiendo que mis pensamientos andaban muy lejos de donde
estaban mis ojos en ese momento. Mis ojos se cruzaron con los suyos por un
breve instante, antes de que desviara la mirada, incómodo porque le había
pillado observándome, porque nos habíamos pillado en plena observación mutua,
cada uno con sus respectivos pensamientos. ¿Y si era eso lo que estaba
ocurriendo con Nuria? ¿Y si yo les observaba de cerca y ellos a mí también,
aunque luego desviaran la mirada?
Demasiadas preguntas. Tendría que intentar tirar de
amigos y contactos para ver si conseguía alguna respuesta. Bajé del metro para
cambiar de dirección, recogí a Julio del colegio y volvimos a casa. Le bañé y
cenamos después. Me disponía a acostarme, agotada del día, cuando vibró el
móvil, en la mesilla de noche, y se le iluminó la pantalla, avisándome de tres
nuevos correos. Con un suspiro, desbloqueé el móvil para ver de quién eran. Pinché
en el primero para ver el remitente y no pude, decía que estaba bloqueado el
visionado en dispositivos móviles. Resignada, encendí el ordenador, entré a la
cuenta de correo y pinché en el correo. Se abrió una ventana nueva en la que
empezaron a circular números a toda velocidad, al más puro estilo Matrix y a mí
se me pusieron los ovarios de corbata, lo reconozco. Intenté cerrar la ventana,
presa del pánico, pero el ordenador no me daba opción siquiera de mover el
cursor.
Finalmente, desfiló un código por la pantalla: «script» Authentication verified «script/» y la ventana se cerró, para a continuación ver que había descargado un fichero enorme, el cual analicé con el antivirus (aunque a estas alturas dudaba de que sirviera de algo) y lo abrí virtualmente.
Finalmente, desfiló un código por la pantalla: «script» Authentication verified «script/» y la ventana se cerró, para a continuación ver que había descargado un fichero enorme, el cual analicé con el antivirus (aunque a estas alturas dudaba de que sirviera de algo) y lo abrí virtualmente.
Creo que la mandíbula me llegó al suelo cuando cargó
el contenido.
Me voy en seguida a leer la siguiente parte.
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