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lunes, 16 de junio de 2014

Sincorazón (IX): Terrae et caelum



Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, séptimo y el octavo.      

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Me dirigí al metro sin apenas ser consciente de a dónde estaba yendo. Necesitaba pensar, recomponerme y pensar mi siguiente paso. Pensé en ir al parque del Retiro, en sentarme en medio de unos árboles donde nadie fuera a encontrarme, ni siquiera mi presente, y pudiera estar en el silencio más completo. Tan grande que se puede oír si te paras a escucharlo. Pero hay algo extrañamente reconfortante e increíblemente opresivo en el silencio más absoluto. No podía irme al silencio, el silencio como forma de vida ya había calado mucho en interior, igual que el agua se filtra, dejando humedad para siempre. 

 
Me limité a llegar a la línea circular. La estación estaba en obras, con el suelo de cemento al descubierto, en el que alguien, con un macabro sentido del humor, había dibujado una peculiar rayuela con espray blanco. Una rayuela que no parecía solo una rayuela. En la casilla de la base habían escrito «terrae» (tierra), en la cual tenías que poner los dos pies antes de empezar a saltar y a jugar propiamente dicho. Las restantes casillas, con sus respectivos números, alternando entre saltos a la pata coja y con las dos piernas, se sucedían, acercándose cada vez más a las vías. Sin embargo, no había un «caelum» (cielo) en el que posar los pies. Las casillas se precipitaban en las vías del metro, dejando la ubicación del cielo a la imaginación ¿acaso acababa la rayuela en el cielo porque lo había pintado un suicida? ¿Acaso acababa en el propio metro como símbolo de cielo? No saberlo me llenó de desazón. Quizás esa rayuela nunca tendría un fin claro, como la vida misma.

Llegó el metro y me senté en un vagón repleto de gente. Era el lugar perfecto para pensar. Nunca solo, siempre acompañado, a un paso y un lugar de paso. Observar a las personas que entran y salen en un segundo plano de tu cerebro mientras este bulle con tus pensamientos. Observar intentando extraer de ellos, de alguna manera, la sabiduría o el conocimiento que sientes que te falta. Como cuando en medio de un examen en el instituto mirabas al techo en busca de una inspiración que te cayera del cielo.
¿De dónde iban a sacar las pruebas? ¿Cómo es que no había ninguna prueba? ¿Por qué no podía ver unos informes que me correspondían por derecho? ¡Éramos familia, joder! ¡Qué menos que informarme de la investigación…! Tengo derecho a conocer esa información. Soy su mujer, no solo una simple periodista. Mi matrimonio debería servir para algo más que para hacer la declaración de la renta juntas, maldita sea.

Por desgracia, mi profesión me ha enseñado que, por lo general, las casualidades no suelen existir, menos aún en el caso de los periodistas que no son de los llamados «medios tradicionales». Los fósiles del sector detentan (que no ostentan) los hilos del poder, pero como todo, no hay mal que cien años dure. Un día, lo viejo moriría y daría paso a la sangre nueva, pero entre tanto, solo había un cisma entre periodistas y un vacío teórico en cómo enfocar el nuevo periodismo que nacía. Sacudí la cabeza y volví en mí para ver la cara de curiosidad del hombre de enfrente de mí, divertido de verme en trance, mirando al frente y al mismo tiempo no viendo nada. Sabiendo que mis pensamientos andaban muy lejos de donde estaban mis ojos en ese momento. Mis ojos se cruzaron con los suyos por un breve instante, antes de que desviara la mirada, incómodo porque le había pillado observándome, porque nos habíamos pillado en plena observación mutua, cada uno con sus respectivos pensamientos. ¿Y si era eso lo que estaba ocurriendo con Nuria? ¿Y si yo les observaba de cerca y ellos a mí también, aunque luego desviaran la mirada?

Demasiadas preguntas. Tendría que intentar tirar de amigos y contactos para ver si conseguía alguna respuesta. Bajé del metro para cambiar de dirección, recogí a Julio del colegio y volvimos a casa. Le bañé y cenamos después. Me disponía a acostarme, agotada del día, cuando vibró el móvil, en la mesilla de noche, y se le iluminó la pantalla, avisándome de tres nuevos correos. Con un suspiro, desbloqueé el móvil para ver de quién eran. Pinché en el primero para ver el remitente y no pude, decía que estaba bloqueado el visionado en dispositivos móviles. Resignada, encendí el ordenador, entré a la cuenta de correo y pinché en el correo. Se abrió una ventana nueva en la que empezaron a circular números a toda velocidad, al más puro estilo Matrix y a mí se me pusieron los ovarios de corbata, lo reconozco. Intenté cerrar la ventana, presa del pánico, pero el ordenador no me daba opción siquiera de mover el cursor. 
Finalmente, desfiló un código por la pantalla: «script» Authentication verified «script/» y la ventana se cerró, para a continuación ver que había descargado un fichero enorme, el cual analicé con el antivirus (aunque a estas alturas dudaba de que sirviera de algo) y lo abrí virtualmente.


Creo que la mandíbula me llegó al suelo cuando cargó el contenido.

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