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Tengo
la espalda hecha unos zorros. Me duele todo el cuerpo. Supongo que por la
tensión del momento, pero igual lo que corrí también tuvo algo que ver…
¡Pip,
pip! El móvil me recuerda que está sin batería, ya que ayer no lo puse a
cargar, pero francamente, con lo que tenía yo ayer en la cabeza, como para
acordarme. Me muevo cautelosamente en la cama y compruebo que los brazos me
responden, aunque un resto de un calambre surca el derecho. Cojo el móvil como
buenamente puedo y lo enchufo, antes de darme la vuelta e intentar seguir
durmiendo. Craso error. Tras lo que me parecieron diez segundos, el móvil
empezó a sonar como un descosido y tuve que emerger de las profundidades del
sueño para saber qué puñetas pasaba.
Argh. Llamada perdida de Mariam a las
8:10. Joder, esta gente no duerme mucho que digamos…
¡Mierda,
Julio estaba aún con ellos! ¡Y teníamos cita con el doctor González por la
tarde! A correr tocaba. Renuncié a volverme a dormir (no con poca resignación)
y me metí a la ducha, antes del café de medio litro que me iba a tomar. A
medida que mis músculos calentaron se fue pasando el calambre, aunque el dolor
sordo persistía, así que, junto al café, me tomé un ibuprofeno para que me
bajara la inflamación.
En
un visto y no visto, estaba allí, me (nos) habían hecho comida y estábamos
sentados en la mesa comiendo y charlando. Cuando me quise dar cuenta, ya
teníamos que irnos, si no queríamos llegar tarde.
El
doctor González nos esperaba. Era un hombre de sonrisa afable, pelo cano y
barba de aspecto mullido. Habló con Julio con mucho tacto, mientras hacían un
puzle de Mickey Mouse, aprovechando que estaba abstraído. Le preguntó sobre
Nuria, sobre si la echaba de menos, sobre si entendía lo que había pasado,
sobre si creía que podría volver a verla.
Julio
respondió con síes, dijo que mamá no estaba con ellos porque se había ido a
vigilarlos desde una estrella, y que por eso, solo podrían ir a verle dentro de
mucho tiempo, porque se tardaba mucho en llegar a las estrellas.
Me
tuve que salir de la habitación mientras intentaba sofocar mis lágrimas contra
un pañuelo. Mi ángel… Tan dócil y tan resistente.
Finalmente,
el doctor González se asomó y me hizo una seña para que pasara. Me dijo que
parecía entero, que no había signos de estrés o de trauma. Que parecía que mi
idea de poder ir a verle a las estrellas le satisfacía, aunque no fuera verdad.
A veces tienes que mentir por el bien de tus seres queridos. Odio reconocerlo. Odio
que sea verdad. Me dijo que llevaría unos años que entendiera el alcance, pero
que era normal que estuviera alicaído o triste durante unos meses, que no me
preocupase. Le pregunté por los dibujos macabros, me dijo que estuviera atenta,
pero que, de momento, solo eran exteriorizaciones de lo que había vivido. Repetía
en sus dibujos lo que había visto y sentido. Habría que vigilarlo.
Salí
de la consulta con mi monito particular y un considerable peso menos en el
corazón. Decidí llevármelo a tomar un helado al Retiro. Como en los viejos
tiempos. Julio estaba feliz de la vida contándome el puzle que habían acabado,
lo mucho que le gustaba su «profe» y el helado de fresa, y que no sabía de qué
sabor iba a querer su helado. Por unas horas, fue como si nada hubiera
ocurrido. Como si todo siguiera como antes.
Ya
en casa, después de cenar y acostar a Julio, abrí el correo. Paloma me había
contestado al mail. O al menos eso parecía entre tanto signo de exclamación… Me
daba su número de teléfono nuevo (con razón no había sabido de ella sino por
internet) y me daba autorización para llamarla fuera la hora que fuera. Día y
noche. Como Mimi… Cómo las quiero. Son parte de mi familia.
Llamé
a Mimi, le debía una conversación larga y tendida, y luego a Paloma. Le invité
a venir cuando quisiera y tomar un café o lo que se terciara. Estaba preocupada
por mí. Le conté lo que me había llegado al email y se quedó muda. Luego me
dijo que fuera a la policía inmediatamente. Igual era lo más sensato, pero
confiaba entre poco y nada en que fuera a servirme de algo. Paloma y yo quedamos
para vernos en la boca de metro de Ópera. Teníamos que hablar en persona, que ya
tocaba desde que volvió de Huesca… Al parecer tenía algo importante que
contarme respecto a mi macabra lotería. Si alguien sabía de dónde habían salido
esos archivos, esa sería ella. Era una especie de Lisbeth Salander a la
española (salvo por las idas de olla y la bisexualidad).
Entre
tanto, me dio un aperitivo: los documentos no eran falsificaciones ni
manipulaciones. Eran tal y cómo estaban en el expediente de la policía, coma
por coma.
Definitivamente,
alguien muy poderoso quería que yo tuviese esos documentos.