Reaparecí en el mundo
un rato después. Rodeada de gente ajena tendiendo sus manos en un desesperado
intento por traerme a la vida. Por reanimar mi mutilado casi inexistente
corazón de vuelta a la vida. De vuelta ente los vivos cuando parte de mí vagaba
por la laguna de Caronte. Montones de gente que me miraban, que me sonreían
entre sollozos y narices sofocadas, intentando darme esperanza, fuerza y vida.
Vida para reanimar mi moribunda alma, para no desfallecer en mi crianza en
solitario. Todo era tan irreal… podía verme rodeada de gente absolutamente
extraña y amiga al mismo tiempo. Todos llorando y sonriéndole a mi pequeñín
(nuestro), jugando con él y haciéndole muevas y carantoñas para distraerle de
mí, tirada en el suelo como un muñeco de trapo.
Sus abuelos estaban un
poco alejados del tumulto, abrazándose y llorando desconsoladamente, la abuela
con la cara enterrada en un pañuelo de tela bordado, el abuelo, con el sombrero
caído en el suelo, a su lado, y las lágrimas cayendo en la chaqueta de su
esposa.
Me echaron un poco de
agua en la cara con una botella de plástico y me dieron de beber otro tanto con
sumo cuidado. Hice amago de levantarme y decenas de manos me agarraron
solícitas. Entre ellas, la de Mimi, mi mejor amiga de siempre y para siempre.
Estaba mareada, pero
podía notarlo todo, sentirlo todo. Cómo caía esa hoja muerta del árbol cuyas
ramas eran nuestro techo. Cómo mis ojos se anegaban y desbordaban, dejando
grandes surcos en mis mejillas. Cómo ese tacto de piel humana calmaba el dolor
como si fuera una inyección de morfina directa al corazón. Cómo estaba siendo
objeto de todas las miradas de las cámaras de televisión. Podía sentir como
todas las banderitas de colores ondeaban con una racha de viento, cantando un
himno de lucha y dignidad. De no olvido ni perdón. De injusticia y dolor.
Podía sentir la energía
fluir, cómo la ira, la angustia, la rabia, la impotencia y el dolor se elevaban
como una nube de vapor sobre la masa, yéndose con las lágrimas en una catarsis
colectiva. En un intento de honrar su memoria, la memoria de alguien cuyo único
fallo había sido atreverse a amar con locura, y por ende, sin restricciones.
Podía sentir el viento
acariciar las coronas de flores, haciendo restallar las cintas que las acompañaban
como látigos que fustigaban la impunidad de los salvajes que la habían matado.
Podía sentir toda la fuerza que emanaba de esa mano amiga que me ataba a la
realidad.
Abracé con toda mi alma
a Julio, el pequeñín, que abrazaba a su peluche como si se lo fueran a quitar,
antes de tomarle de la mano. Le necesitaba para atarme a la cordura dentro de
la terrible locura que estaba viviendo.
Me encontré abrazada a
Mariam, su abuela, mientras tomaba consciencia de que no podía dejarme ir, de
que no podía abandonarme sin más, pues Julio me necesitaba.
Si no has leído los capítulos anteriores: aquí te dejo el primer capítulo y el segundo.
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Emilia